Existe algo más que un lejano parentesco entre la Violet Weston de Agosto, condado de Osage de Tracy Letts, la Regina Giddens de La loba de Lillian Helman, la Bernarda Alba de La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca, la Elisa de El pelícano de August Strinberg y la Violet Venable de De repente el último verano de Tenesse Willians, con quien, casualidades de la vida, comparte nombre. Todas son madres, esposas sin marido, que utilizan la manipulación y el engaño, el juego del chantaje y de la culpa, para conquistar el poder sobre los otros, su familia, para doblegarlos y para que todos ellos acepten ese poder, lo justifiquen y lo tengan en cuenta.
El hecho de que Violet Weston, interpretada por Meryl Streep, en Agosto (August, Osage County, John Wells, 2013,) tenga cáncer de boca no es un detalle banal, es el resultado de los atracones de veneno, su propio veneno, que se ha venido dando a lo largo de su vida. El veneno de estar callada, de vigilar y aguantar, de tragar durante años, alimentándose de él, esperando el momento de escupirlo, de morder a todos, marido, hijas, hermana, cuñado ―solo la criada india parece inmune―. De lanzarlo a boca llena.
La casa también es otro personaje. Al igual que en las obras citadas, la casa es el territorio de la madre, la depredadora, el territorio donde los demás son solo invitados, pero están obligados a estar, a rendirse. Ella establece sus normas, las persianas bajadas, la chaqueta en la comida pese al calor y «Nada de aire acondicionado». Una casa solitaria en mitad de la nada, para que nada se interponga ni interrumpa, para que ella, la madre, extienda sus redes y distribuya su veneno.
Todos los miembros de la familia tienen su pequeña escena, su importancia en la trama que Violet despliega. La historia se redondea, se retuerce, parece que se reconduce, pero solo gira sobre sí misma hasta el estallido final con el veneno esparcido, inoculado en nuevos recipientes que lo llevaran por todo el mundo. Incluso Bárbara, la hija mayor, la más despierta, la que mejor conoce a la madre, la que se fue más lejos, se lo lleva. En realidad, siempre lo ha llevado dentro. El personaje está interpretado por Julia Roberts y disfruté viendo como se sacude con su madre, como se insultan y se despellejan.
A Meryl Streep, la gran diva, la leona que todo lo tiene, que todo lo maneja, parece que le marcaron un patrón: Bette Davis. La actriz lo acepta, lo estruja, y hace una Bette Davis pasada de nicotina y de fármacos, con peluca y gafas oscuras. Despliega su arsenal de muecas, lloros, risas, miradas, gritos y susurros, su artillería pesada que va de un simple arqueo de cejas al desmelenamiento mas desaforado. Julia Roberts no se repliega, ataca con otras armas, la contención, el desapego, se defiende y ataca con la palabra mordaz, la mirada paralizante, como un frio escalpelo que atravesara la pantalla. Nunca la había visto más sobria, sin maquillaje ni muecas, diciendo palabrotas y pegándose con su madre por el suelo para arrancarle un tarro de pastillas. Solo a veces, un fruncimiento de los labios, delata su perpetuo gesto de estrella.
También están Margo Martindale y Chris Cooper, como hermana y cuñado, excepcionales en sus escenas, con sus pequeños secretos y su aparente simpleza. En general es una película de actores. John Wells, el director, los acompaña, los sigue en sus gestos, los mima, pasea la cámara por sus rostros, en los silencios, en las pequeñas confesiones. Abigail Breslin, la Pequeña Miss Sunshine, ha crecido, tiene una expresión incrédula, desaprueba el juego que se traen los mayores, no lo entiende. Todavía es demasiado joven.
En el condado de Osage, en agosto, hizo un calor de casi cuarenta grados. La casa estaba a oscuras y el aire era irrespirable. Al marido nadie lo vio marchar. Tal vez se sintiera viejo de pronto o quizás acabó cansándose de repetir siempre el mismo juego.
Miguel Núñez
Punto y Seguido
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