domingo, 1 de mayo de 2016

LOS MOLINOS DE VIENTO QUE JAMÁS MOLIERON NI UN TRISTE GRANO DE TRIGO

         La inédita continuación de «El Páramo Donde Jamás Sopló Ni Una Sola Triste Brisa Mañanera», y que Mauri se negaba a compartir con nosotros...
Fotografía Inmaculada Reina ©

   Los gigantes, al ver a Don Quijote lanza en ristre y acercándose al galope, se quedaron petrificados. Tan vehemente fue la envestida y tan duras resultaron ser las carnes pétreas, que el trompazo dejó descalabrado a nuestro ingenioso hidalgo.
—¡Ya se lo advertí a vuestra merced! —se lamentaba Sancho Panza desde lo alto de la loma donde había permanecido a salvo de tan disparatada contienda—. ¡Ya se lo advertí! —repetía el fiel escudero tirando de las riendas de su rucio,  que parecía reacio a socorrer al malherido caballero—. ¡Qué no son gigantes!
Al llegar Sancho a los pies del molino donde yacía Don Quijote, quedó atribulado al contemplar la triste figura de nuestro valeroso caballero que,  derrotado y con un maltrecho rocinante lamiéndole las heridas, era sin duda más triste aún si cabe. Empero, en sus demacrados labios se atisbaba un principio de sonrisa y es que, en sus ensoñaciones, Don Quijote  veía recompensada su gallardía con los besos de su amada Dulcinea cada vez que la hosca lengua de Rocinante lamía con desidia la cara de su amo.
Sancho se agachó junto a Don Quijote cuando este parecía recobrar la conciencia. Le sujeto la cabeza y lo ayudó a incorporarse.
—Ya se lo advertí a vuestra merced —le dijo acercándole la boquilla de la bota de vino a los labios resecos.
—Amigo Sancho, cada victoria en el campo de batalla me acerca más al corazón de mi amada.
—Será por eso que tengo la impresión de que retrocediésemos en vez de avanzar, y que El Toboso parece más lejano cada día que pasa.
Una vez repuesto Don Quijote y, de nuevo a lomos de Rocinante, partieron en pos de la siguiente aventura que los aguardase por los campos de La Mancha. Y aunque Sancho jamás fue instruido en ciencias mecánicas ni en ingenierías eólicas, al alejarse de aquel páramo olvidado —donde por otra parte, jamás creció ni una sola espiga que albergase en su interior  un triste grano de trigo que moler—, le asaltó la duda. Miró atrás y contempló las extrañas siluetas de aquellos molinos, y acariciando el hocico de su jumento le preguntó:
—Rucio, ¿qué molinos son esos que hasta las aspas tienen de piedra?


Mauricio Ciruelos
Punto y Seguido 

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