Uno de los primeros consejos que se recibe en los talleres de escritura es la precaución ante los adjetivos y los peligros que entraña su uso (a ver dónde los colocamos, si delante o detrás del sustantivo, a ver cuántos, si uno o dos y con qué frecuencia).
Yo, sin embargo, cuando oigo hablar mal de ellos me pongo a la defensiva, es decir, que encuentro montones de motivos para defenderlos de sus detractores.
En primer lugar, si al hablar los utilizamos constantemente de manera natural, cuánto más los necesitaremos en la escritura, cuando no tenemos delante de nosotros a aquellos a quienes les contamos nuestras ideas, nuestras historias. Y los defiendo a todos, empezando por los humildes y monótonos demostrativos (este, ese, aquel…) que en la comunicación oral podríamos sustituir, tal vez, por el gesto del dedo que señala a este niño, aquel árbol o esa casa. Más aún a los otros, los calificativos, explicativos, especificativos que son la sal de los textos, imprescindibles para singularizar a nuestros personajes, sus gestos y sus sentimientos, los espacios en los que se mueven y el tiempo en el que suceden sus peripecias. Imprescindibles para explicarle al lector la historia de tal manera que crea que es verdad a pies juntillas.
También opino que la forma de adjetivar es uno de los elementos más importantes de la mirada y el estilo de un escritor. A menudo hago el ejercicio de reescribir un párrafo de cualquier buen escritor intentando eliminar los adjetivos (no todos se dejan, tan importantes son algunos adjetivos).
Tomemos, por ejemplo, el comienzo de la novela El mar, de John Banville:
“Se marcharon, los dioses, el día de la extraña marea. Las aguas de la bahía, toda la mañana bajo un cielo lechoso, habían crecido y crecido, alcanzando alturas inusitadas, las pequeñas olas inundaban una arena reseca que durante años no había conocido otra humedad que la lluvia y lamían las mismísimas bases de las dunas. El casco oxidado del carguero que permanecía encallado en la otra punta de la bahía desde tiempo inmemorial debió de pensar que iban a botarlo. Después de ese día yo no volvería a nadar. Las aves marinas gimoteaban y se lanzaban en picado, nerviosas, al parecer, ante el espectáculo de ese enorme cuenco de agua inflándose como una ampolla de un azul plomizo y brillo maligno. Tenían aquel día una blancura antinatural, los pájaros. Las olas depositaban una orla de sucia espuma amarilla en el límite de las aguas. Ningún barco estropeaba la línea del alto horizonte. No nadaría, no, nunca más”.
Reescrito sin adjetivos, o solo con los imposibles de eliminar, quedaría así:
Se marcharon, los dioses, el día de la marea. Las aguas de la bahía, toda la mañana bajo el cielo, habían crecido y crecido, alcanzando altura, las olas inundaban la arena que durante años no había conocido otra humedad que la lluvia y lamían las bases de las dunas. El casco del carguero que permanecía encallado en la punta de la bahía desde tiempo, debió pensar que iban a botarlo. Después de ese día yo no volvería a nadar. Las aves gimoteaban y se lanzaban en picado, nerviosas, al parecer, ante el espectáculo del cuenco de agua inflándose como una ampolla de azul y brillo. Tenían aquel día una blancura antinatural, los pájaros. Las olas depositaban una orla de espuma en el límite de las aguas. Ningún barco estropeaba la línea del horizonte. No nadaría, no, nunca más.
Más de veinte adjetivos de los que he tenido que respetar seis para no romper la sintaxis. Como resultado, vemos menos lo que Banville nos cuenta y entendemos peor el significado del párrafo. Porque, con los adjetivos, se ha ido una buena parte del énfasis que el narrador y el protagonista aplicaban al relato de la incipiente historia, a los hechos singulares del día de la extraña marea. Nos perdemos también la atmósfera única que los adjetivos habían creado al salpicar el texto. El mar nos deja de impresionar si ya no es un cuenco enorme de azul plomizo y brillo maligno (a veces, los escritores celebran matrimonios indisolubles entre nombres y adjetivos, como Banville con este brillo maligno del mar) y sus olas solo dejan espuma, como todas las olas, no esa sucia espuma amarilla del día de la extraña marea.
Y todo esto solo en el primer párrafo de la novela que, aparte de maravilloso es descriptivo. Empezar una novela o un relato describiendo es otro de los procedimientos denostados en los talleres de escritura. Pero esa es otra historia.
Punto y Seguido
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