En 1848, Modesto Morales, expedicionario de Guatemala, descubrió a instancias del gobernador de Pelén, las primeras ruinas de la antigua ciudad de Tikal. Una ciudad perdida y olvidada, a la que la naturaleza había engullido a lo largo de los siglos enterrándola bajo la jungla.
Tikal, Parque Nacional de Guatemala y patrimonio de la Humanidad, tiene unas dimensiones inmensas. Dentro del parque se encuentran las ruinas descubiertas y restauradas, pero estas solo representan el quince por ciento de lo que hay aún por descubrir.
A las cinco de la mañana, el autobús inicia la marcha hacia el Parque desde la ciudad de Flores. La noche peina nuestras cabezas reflejando la rutilante luz de las estrellas guatemaltecas. Por el camino, el sol comienza a desperezar sus rayos a ras del horizonte coloreándolo de un rosáceo violeta. Cuando llegamos al Parque, y tras pagar los 50 quetzales, iniciamos una senda por la jungla que guía a las ruinas. Pronto nos sorprendemos con presumidos pavos reales que apenas nos toman en cuenta, con inquietas ardillas y con unos curiosos ladronzuelos que intentaron robarnos la comida, llamados coatíes: una especie de zorrito con la cola muy larga y alzada, y un hocico enorme que nada tiene que envidiar a Cyrano de Bergerac.
No sabría decir si fuimos nosotros o es que ellos salieron a nuestro encuentro, lo cierto es que cuando nos dimos cuenta, estábamos rodeados de inmensos edificios de piedra con estructura piramidal que circundaban una plaza descubierta en mitad de un enjambre de árboles y matorrales. Unas estrechas y empinadas escaleras conducen a lo más alto donde se encuentran unas pequeñas habitaciones de las que aún no se ha descubierto su utilidad. Desde la copa de estos templos, algunos de ellos más altos que los árboles, se puede divisar la extensa selva de Tikal que sumerge a las ruinas como un auténtico océano verde. Tal si fueran islotes, las crestas de las pirámides emergen de la marea de hojas. El paisaje maya se hace digno de un silencio tan solo interrumpido por los aullidos de los monos y los gritos de los tucanes.
Apoyo mi mano sobre las piedras tratando de dar un salto al pasado con el fin de contemplar aquellos despojos de ciudad en todo su esplendor, cuando el imperio maya dominaba el territorio. Cierro los ojos y puedo contemplar innumerables plazas, edificios, tenderetes, mercados donde se comercia con verduras y una abundante variedad de tubérculos, donde se intercambian adornos y piedras preciosas, se compran animales para los sacrificios en los templos, se exponen las telas y paños para la confección de vestidos. Un paisaje colorido y vivo, de piedra y de oro. Una visión soñada de la que aún no acabo de despertarme, porque en la ciudad perdida de Tikal todavía laten los espectros de sus habitantes, a la espera de que el día menos pensado, alguien los libere de sus celdas de piedra.
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