Los muros de ladrillo
rojo de la ciudad que conocí hace años, solo se sustentan en mi diario de
viaje. Entonces escribí que desde la estupa de Swayambunath, en lo alto de una
colina desde donde se divisa la ciudad, Kathmandú era abigarrada, estática, como un enorme tapiz bordado de pequeños detalles
que apenas son visibles a la vista.
Me resulta difícil
imaginar qué ha sido de esas calles, esos comercios, los templos, plazas y monasterios.
Entre otras cosas, porque la colina donde se alzaba la estupa es ahora un rimero
de escombros. Para muchos espectadores, las imágenes del televisor están a diez mil ochocientos kilómetros de
distancia. Para mí, sin embargo, siguen estando demasiado cerca. Cada plano que
el reportero enmarca me remueve con una intensidad de 8 grados en la escala
Richter. Todos mis recuerdos se desmoronan. Atrás quedaron el ruido
insoportable de las motos, la sonrisa de los niños uniformados al salir del
colegio, las manos creyentes haciendo girar los cilindros de los templos, las
dentaduras postizas en los escaparates de los dentistas, la carne de cabra expuesta
sobre una tabla abombada, el olor acre de las piras en Pashupatinah, los ladridos
nocturnos de los perros. Revivo mis paseos por el barrio de Thamel con la
mochila al hombro, pero tengo que esquivar los cascotes, contemplar los
restaurantes derrumbados, los hoteles sin fachadas, los postes de luz taponando
las acequias que delimitan la calle, la rabia, el dolor.
El ambicioso turista conserva
las fotos que se hizo en la plaza Durbar, con la sonrisa amplia y una mota de
brillo en la pupila. Limpia el polvo de los souvenirs que adquirió en Thamel, relata
por enésima vez la historia de la diosa niña Kumari Devi. Su Nepal se ha quedado
detenido en la memoria, a salvo de los terremotos.
Regreso a mi diario.
En las páginas que escribí todo sigue igual. Allí siguen erigidos los templos,
los edificios, las plazas. No hay mejor forma de perpetuar una ciudad llena de
vida que con la tinta de un bolígrafo. Pero no ocurre lo mismo con los
recuerdos. Esas terribles imágenes que se cuelan en nuestra suerte sustituyen a
las anteriores y no serán reconstruidas hasta que Nepal vuelva a ser ese tapiz
que cubría la llanura bajo un manto blanco de ochomiles.
Quizá no sea
suficiente con recordarlo cada día, con imaginar las caras que fotografiamos
entonces, con ingresar una cantidad en las cuentas de las ONGs. La
reconstrucción debe partir de ahí y continuar hasta volver a pisar sus
calles, a dormir en sus hoteles, a comprar en sus comercios, a rezar en los templos. Reconstruir la
ciudad y los recuerdos.
Pedro Rojano
Punto y Seguido
Pedro me encanta viajar contigo y con tus palabras.
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