La señora Pepita tenía un diario que
le regaló su hijo. Un grueso tomo de pastas duras y páginas amarillas donde anotaba
los recuerdos «de una vida de desgracias» (como ella definía a su vida) y que
dejaba cada tarde en una esquina de la mesa de comedor. Cuando su hijo pasaba a
visitarla y mientras ella hacía recuento de sus males, los mareos de la mañana,
el dolor de piernas y de cintura y esa tos persistente que nunca la dejaba
dormir, él abría el diario y se entretenía con las historias que su madre había
anotado: su trabajo de niña en la panadería del abuelo; el caballo que le
requisaron los nacionales cuando la guerra o las noches de luna en el balcón espiando
a su padre detrás de las macetas.
Una
tarde discutieron madre e hijo. La señora Pepita había vendido a un anticuario
un viejo jarrón azul que el hijo siempre había imaginado en el salón de su
propia casa. En la visita del día siguiente el diario continuaba en la misma
esquina de la mesa pero cuando el hijo fue a abrirlo comprobó que estaban
arrancadas todas las páginas. Miró incrédulo a su madre y ella suspiró: «Espero
que no te importe» bajando la vista, con una estudiada mueca de abatimiento.
Fotografía bajada de internet
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