Es Sábado de Carnaval en la Plaza de San Marcos. Aún quedan restos de la noche anterior, confetis y alguna botella vacía junto a los soportales del Museo Arqueológico. A pesar de todo, los encargados de la limpieza han hecho un buen trabajo y la ciudad se despereza tan remozada como una meretriz de lujo. Los turistas comenzamos a desfilar sobre los puentes con la ansiedad de quien teme perderse un espectáculo, convencidos de haber pagado por ello. El agua chapotea contra los malecones y un tufillo a óxido se desprende de los hierros repintados. El fondo del canal es oscuro, no hay manera de descubrir qué parte de Venecia está sumergida.
A mediodía, desde el puente Rialto, Venecia es un decorado excelso con el sol interpretando el papel principal. Sobre los empedrados, los turistas avanzamos juntos formando canales que discurren lentos hacia la desembocadura. No es difícil tropezarse con alguno disfrazado con máscara y capa de raso de baratillo. Bajo el atuendo lo imagino gozando de un pasado muerto como el cólera de Thomas Mann.
Los disfraces auténticos se encuentran bajo la torre de la Basílica de San Marcos y en los aledaños del Palacio Ducal. Desperdigados aquí y allá descubro estatuas humanas coloristas que se contonean mientras decenas de flashes se disputan el mejor encuadre. Pueden pasarse horas allí, nadie sabe quiénes son, ni si les pagan su paciencia. Me parecen tristes, abandonados a perpetuarse en sus rostros impersonales de pureza plástica. Me asomo al orificio de los ojos para atrapar el gesto, pero me lo impide la malla tupida que le cubre hasta el mínimo hueco de su piel.
Venecia es una ciudad disfrazada por su pasado, condenada a desaparecer por siempre y reflotada por siempre del olvido. Tiene la belleza imperturbable de los embalsamados. Pasear por sus calles es como moverse por un cuadro renacentista, sin la posibilidad de un cambio que desfigure su decadencia.
Pedro Rojano
Fotografía de Pedro Rojano
MIS TRES VENECIAS
La primera fue la de mis padres, romántica y olorosa, con gondoleros a la luz de la luna llena que cantaron un «Oh sole mío» afinadísimo, que eclipsó cualquier desencanto mal oliente.
Mi segunda Venecia, a mis diez y siete años, típicamente encharcada, feliz, desenfadada, con tablones y paraguas, sin malos olores, curiosamente, contenía el encanto de viajeros misteriosos, de prostitutas alegres, de la ciudad que fue la más grande de Europa: Palacio flotante, viviente, palpitando en cada una de sus células.
Mi tercera Venecia fue a contracorriente, con un helado en la mano, con la mirada puesta en la señora que hacia las compras, en el niño que regresaba de la escuela, en los colores de Burano y en las redes de sus pescadores, que me arrastraron a La Boca. Una Venecia más humana, menos pintoresca, con menos glamour, menos turística. Una Venecia que se hunde.
Andrea Vinci
Bueno, pues en un momento he disfrutado de un paseo por Venecia gracias a vuestras dos descripciones.
ResponderEliminarSaludos.
Gracias Rosario
ResponderEliminar