Marta ha vuelto a llamar cuatro años después. Su voz sonó temblorosa como el sonido de la armónica al principio de High Summer. No reconocí el número, pero al oírla recuperé de golpe aquellos días; y también los otros.
—¿Luis?
—¿Marta?, ¡cuánto tiempo! —me levanté de la silla dando la espalda al plano del edificio que Pilar y yo pensamos reformar
—¡Ay, qué alegría!, pensé que no cogerías el teléfono.
—¿Qué tal estas?
—Bien, muy bien, ¿y tú?
Marta me dejó cuando yo estaba a medio camino de su cuerpo. Fue a comprar palomitas y se perdió el final de la película. Siempre pensé que se había fugado con el vendedor del kiosko. La rabia me hizo hacer añicos contra el suelo todo lo que pillaba. Fue una época de mucho escobón, mucha cama desecha, mucho almohadón apulgarado. Porque en el fondo, yo estaba seguro de que en un huequito de su corazón, me seguía queriendo. Para mis amigos eso era una estupidez, pero ellos no habían compartido tantas noches de caricias con Marta, ni besos bajo la sábana, ni tantos piropos… Luego siguieron los días junto al teléfono, y los otros días: los de las copas, las madrugadas, las chicas de repuesto con sus mismos ojos, o con su mismo corte de pelo a capita, o con aquella frente ancha de flequillo recortado que me tendía puentes en las fotos. Me equivoqué con ellas y ellas conmigo, pues el encanto desaparecía y las calabazas dejaban de ser carrozas, y yo dejaba de ser un príncipe para retornar a mi condición de rata de cloaca, vomitando en un garaje siniestro con las manos apoyadas en una columna mientras la voz azulada de Van Morrison interpretaba Reminds me of you. ¡Buen momento para aficionarse al blues! O aquel vendedor de palomitas tenía algo más que maíz en los bolsillos, o el tesoro que me había robado tan sólo era bisutería china. Me decidí por la primera alternativa; me dejaba en mejor lugar.
El tiempo siguió su ritmo indiferente. Volví a dejarme ver de día. Apareció Pilar y con ella la ilusión. Era joven y hermosa como una mañana despejada de domingo, y me quedé tan prendado de ella que olvidé el blues en la guantera.
Desde entonces Pilar ha maquillado todas las cicatrices. He procurado amarla tanto como ella a mí. El primer año resultó fácil, pues al principio todo forma parte de una conquista. Pero poco a poco he ido descubriendo las lagunas donde me siento solo, donde se me agotan las palabras, y los oídos. Me escondo en la rutina cuando estoy con ella, y procuro llegar más tarde del trabajo.
El fin de semana pasado hicimos dos años. Ella me había comprado un pijama estampado con dibujos de fórmula uno. ¡A mí, que ni siquiera me gusta limpiar el coche! Cuando me lo probé, su sonrisa parecía la de Fernando Alonso al descorchar el champán. Supongo que yo era la botella. Me alegré con premeditación y alevosía e hicimos el amor, pues estaba deseando quitarme aquel pijama que me irritaba la piel. Tendidos sobre la cama, repasé las argollas que sujetan la cortina. Pilar se agarraba a mi pecho. Le acaricié el pelo y cuando se durmió me levanté para ir al baño. Mi reflejo me miraba con asco, y tenía razón. Tenía motivos para sentirme afortunado, sin embargo el estómago no digería lo mismo. Me fui a la cama con el pijama de coches de carreras; no picaba tanto y los colores resultaban alegres.
Pero hoy ha llamado Marta.
Me ha contado que su actual novio le ha pedido casarse con él. Lloraba. No sabe qué hacer, está muy confundida pues cree que aún está enamorada de mí. (Si en el fondo yo tenía razón). Sabe que comparto casa con otra chica. Su proposición es clara: está dispuesta a dejarlo por mí.
¿Y tú?— me lo preguntó como quien completa una comanda.
He llegado a casa más temprano de la cuenta. El edificio no cuenta con los permisos necesarios y tenemos que esperar un certificado del ayuntamiento para reformarlo. Al entrar encuentro la casa helada. Cuando Pilar no está, no enciendo las estufas porque siempre olvido apagarlas. Me he sentado en el sofá frente al televisor. El presentador del telediario es un tipo seguro. Tiene el nudo de la corbata equilátero y ninguna arruga en el traje. Su peinado es de escayola y las palabras le salen como si estuviesen grabadas. Quisiera tener su apariencia y aplomo para contarle a Pilar mis dudas, para decirle que no sé si la amo, que no merezco su cariño, que sigo enamorado de otra, y que los piropos que un día escribí para Marta aún siguen en el estómago. Quisiera tener esa elocuencia, pero sigo siendo tan cobarde como entonces.
Siento girar la llave en la cerradura y me levanto como un resorte; de fondo la sintonía final del telediario.
«Memorias de la pasada tormenta»
Fotografía de Chema Madoz
Oooh, éste es uno de esos relatos que yo firmaba con placer. ¡Plas plas!
ResponderEliminarGracias Ernesto!
EliminarExcepcional!
ResponderEliminarha sido una sorpresa encontrarte por aqui muy bonito pedro. Hay metáforas preciosas. un besazo
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