Lo malo y lo bueno del ejercicio de la escritura es que
nunca se deja de aprender. Aunque uno asista a talleres, escriba y publique, no
puede decir “ea, pues ya sé escribir” y que a partir de ese momento todo
funcione mecánicamente y para siempre, como si fuera montar en bicicleta. No,
escribir no es como montar en bicicleta, de hecho mientras uno más escribe más
se da cuenta de lo poco que sabe, de lo que aún le falta. En parte porque
cuando uno se pone a pedalear en esto de la escritura siempre tiene delante el
horizonte inalcanzable de los grandes de la literatura, de esos autores que
juegan en otra liga, escritores que al leerlos te hacen creer, muy a tu pesar,
que existe eso que llaman el talento innato y que, por supuesto, tú no lo
tienes.
Ante la
obra de estos autores, la tentación instantánea para los que seguimos aprendiendo
a escribir cada día es el desánimo y el abandono. Pero hay también en estas
obras algo que a los que ya no podemos gozar de la lectura virginal, alegre, despreocupada
de antes de querer ser escritores, sí nos procura placeres menos inmediatos pero
más profundos, como apreciar los entresijos de la trama, los juegos del
narrador, las cadencias de la sintaxis o recursos aparentemente simples como la
adjetivación. Así que, tras el desaliento surge dentro de uno una voz que te
dice que le des la vuelta a la tentación de abandonar el empeño y que te
aproveches de lo que esos textos te regalan, lecciones. De adjetivación, por
ejemplo
Últimamente yo me he apuntado a algunas de estas clases de
adjetivación gratuitas con maestros de primer nivel. Aquí van algunos de los
apuntes que he tomado:
JAMES SALTER, Juego
y distracción
. verde, burguesa Francia
. el esqueleto gris de una catedral, el perfil azul de
Lens
. rosa, pardo, camello, tabaco: de esos colores son las
ciudades
. el olor ácido del humo
. tobillos blancos como el jabón
. una sonrisa vacilante y translúcida
. el eléctrico chillido de un tren
. una pequeña cicatriz heroica
DOROTHY PARKER, El
banquete de palabras
. veneradas anfitrionas, arquitectas de menús memorables
. en compañía de jóvenes ambiguos dedicados al arte
. hacían virulentas generalizaciones sobre los hombres
. el presente se le volvió intolerable
. sus hogares, una fuente de enfermiza añoranza
. casi podía verlo: canoso, ajado y desmoralizado,
mientras mordisqueaba las palabras frías, negras, brillosas y desagradables
JULIO CORTÁZAR,
Carta a una señorita en París
. el orden minucioso que una mujer instaura en su liviana
residencia
. su quieto salón solicitado de mediodía
. todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo
instante
. con esa trituración silenciosa y cosquilleante del
hocico de un conejo contra la piel de una mano
. un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda en
el fondo de un pozo tibio
. un menudo tintinear de tenacillas de azúcar
. las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y
vegetal
ANTONIO LOBO
ANTUNES, En el culo del mundo
. un gusto sudoroso de tristeza en el revoltijo de las sábanas
. una sonrisa carnívora de acordeón que se desborda
. yo, bebiendo cubalibres solitarios en la barra
. sentado en la puerta de la choza con una indiferencia
vegetal
. las arrugas perplejas de la frente
. los compases tenues de un vals antiguo
Inmaculada Reina
Punto y Seguido
Estupenda entrada, Inma. Incita a leer con atención
ResponderEliminarGracias, Andrea. Leer es siempre un placer que encierra otros dentro...
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