lunes, 5 de mayo de 2014

LIMA

El cielo de Lima está pintado de gris. Un color apagado y triste que se resbala por las laderas y los acantilados de Miraflores hasta mezclarse con el otro gris pacífico que emplea el océano. La vista se curva en el horizonte buscando la línea que lo delimite. Difíciles de abarcar son los límites de esta ciudad que alberga nueve millones de habitantes repartidos en numerosos barrios: Miraflores, Barranco, San Isidro, San Borja, Chorrillos, Magdalena del Mar, La Victoria, Jesús María, Lince, Santa Beatriz, Surquillo... La aparente neblina parece amenazar un aguacero, pero por más que pasan las horas no llega a descargar. Tan solo se insinúa en finas gotas que sobrevuelan el espacio como motas de polvo. Es  la Garúa, un invitado discreto que sin llamar la atención está presente varias veces al día.
Camino por Barranco hasta llegar a Miraflores. La arquitectura de las casas presenta destacados contrastes. En su gran mayoría son casas bajas de dos plantas, de estilo colonial y criollo que bien saben combinar la madera antigua con piedra blanca. Con balcones de madera oscura totalmente cubiertos y ornamentados. Más cerca del mar, el contraste se hace aún más evidente pues aquí se alzan sobre los acantilados edificios de pisos lujosos, con un diseño modernista, con perfiles acristalados y asimétricos. Me llama la atención el patriotismo tan sentido que se respira en sus calles, orquestado por la multitud de banderas que ondean desde muchos balcones. Aquí es un patriotismo libre de nacionalismos irreconciliables, una seña de identidad nacional con vocación de unidad frente a los problemas.
El centro de Lima es cuadriculado, de enormes avenidas y amplias plazas. El aire huele a grasa de coche. Hay bastante tráfico y el ruido de los cláxones no cesa. Los edificios antiguos muestran orgullosos las balconadas de mampostería que sobresalen de sus paredes y cuelgan sobre sus callejones tristes. Pasear por ellos produce una sensación que acongoja.

No es así la plaza de armas donde se encuentra la catedral, el palacio presidencial y algunos edificios importantes, todos ellos de impoluto aspecto, con un jardín en mitad de la plaza que rodea a una fuente de cobre coronada por una estatua de cupido.
Cerca de allí se encuentra la Iglesia de San Francisco, antiguo convento franciscano que conserva en sus cimientos unas catacumbas con los restos óseos de más de 25.000 peruanos que enterraron entre los SS. XVI y XVIII. Un lugar donde reflexionar sobre lo efímeras que resultan las generaciones, las vidas de otros que generalizamos y clasificamos por épocas o por tamaño. Al salir de allí uno se olvida de dietas y cuidado, y no hay mejor forma de hacerlo que con una cerveza helada y el mejor Cebiche en el restaurante Cordano, con camareros ataviados con camisa blanca, chaleco, corbata  y pantalón negro. El local conserva (mejor dicho, no lo ha perdido) un ambiente bohemio, añejo. Manteles de hule, baldosines picados blancos y negros. Con el olor del café Madrid y la luz escasa de la casa de la Guardia.
 

De regreso a Barranco, no hay que evitar darse un paseo hasta el mar por una estrecha alameda sobre la que se alza un coqueto puente de madera  llamado "de los Suspiros", que inspiró a la poetisa limeña Chabuca Granda para componer la canción " La flor de la canela"
"...Del puente a la Alameda menudo pie la lleva..."
"Mi plácida niñez transcurrió en la quebrada de la bajada de los baños del balneario sobre el Pacífico: a ocho kilómetros de Lima. Un puentecito de madera reúne sus dos barrancos. Voy a menudo. Jamás en él veo el recuerdo, siempre, como cuando niña, miro desde sus balustres la vida por delante...curiosamente."

Junto al puente hay un restaurante con terrazas al mar. Se llama Totó (como el perrito de Dorita), allí, el sabor del anticucho se queda grabado en el paladar mientras la tarde se va echando sobre la arena oscura de las playas. Los atardeceres de Lima son suaves y evocadores como un imperecedero otoño.
“...por la vereda que se estremece al ritmo de tus caderas, recogía la risa de la brisa del río y al viento la lanzaba del puente a la Alameda.”

Por la noche, La oscuridad, salpicada de luces, sustituye al gris aletargado sobre las mansas aguas del pacífico a este lado del continente. Un color gris ceniza que volverá a conquistar la ciudad impregnando de melancolía sus calles y sus plazas.

Pedro Rojano
Punto y Seguido

2 comentarios:

  1. Yo imaginaba el cielo de Lima de amarillo limón y sus calles color mandarina, no sé si su nombre me hacía imaginar una ciudad más colorida, incluso tropical, no me preguntes por qué. Gracias por esa visita y por este chute de realidad, la Garúa persiste mientras la leo.

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    1. Gracias Isa, en realidad Perú es un país alegre y sin duda un país al que regresaré si me es posible. Lo que hace de Lima una ciudad apagada es esa luz grisácea que no termina de quitarse de encima. Una bruma mañanera a la que le cuesta salir, de ahí viene ese color. Yo pensé que habría sido cosda de los días que pasé allí, pero luego me han comentado otros amigos, incluso lo he leído de Vargas Llosa en su "Travesuras de niña mala", que suele ser así.

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