viernes, 24 de mayo de 2013

ALEJANDRÍA



Al igual que su fundador, su nombre está laureado por un halo de misticismo que atrae al viajero. Si a ello sumamos el deseo de cualquier romántico por conocer el lugar donde se erigió la biblioteca Alejandrina, o el enclave del mítico faro igualmente desaparecido, el viajero acumula unas expectativas demasiado elevadas.

No existe mejor forma de llegar a Alejandría que por mar. La débil luz del alba clarea por el este. El atraque se prolonga por la vasta extensión del puerto, repleto de barcos de mercancías sobre cuyas cubiertas se apilan contenedores como gigantescos ladrillos. Apoyado en la barandilla del barco, divisas la ciudad coloreada de amarillo pálido, te parecen dunas de un desierto sobre el que aún cabalgase la figura de Alejandro Magno. Lentamente se perfilan los edificios, de asimétricas alturas, y componen una perspectiva uniforme que se extiende por toda la costa.


De lejos, Alejandría retiene su antigua gloria, pero conforme te acercas, descubres fachadas manchadas de mugre y humedad; paredes desconchadas, ventanas desvencijadas. Una vez que desciendes del barco y te adentras en el centro urbano, tropiezas con una ciudad de calles salpicadas de basuras y escombros. Contemplas el óxido de las vigas en los edificios, las farolas descolgadas, las aceras recubiertas de una suciedad pastosa que se te pega a las suelas, el traqueteo cansino de un tranvía viejo y destartalado. A medida que discurre el día, comienzas a desmontar el mito.

Si eres capaz de recorrer a pie su interminable paseo marítimo llegarás a su moderna biblioteca, construida justo en el lugar donde se levantaba la antigua. Es un edificio vanguardista que sobresale entre tanta ruina. Pagas la entrada, subes y bajas las escaleras que dan paso a los diversos niveles donde se almacena la cultura. Atraviesas sus pasillos de paredes forradas de estanterías abrumándote a un lado y a otro, y al final accedes a una sala donde se muestra una exposición de grabados y documentos que explican la historia de la antigua biblioteca. En una de las paredes podrás leer una cita de Naguib Maguz que dice: «En 1940 la ciudad estaba invadida por extranjeros occidentales que la mantenían tan limpia que se podía comer sobre sus calles, pero después conseguimos expulsarlos y ahora los musulmanes la tenemos a nuestra manera».



Sales a la calle, el sol te aplasta contra el asfalto. Miras hacia la playa, las mujeres la ocupan completamente vestidas de negro. Unas se refrescan en la orilla, bregando con sus túnicas empapadas mientras otras las observan refugiadas bajo las sombrillas. Los niños chapotean en el agua ajenos a la ausencia de sus madres bajo un burka. Junto al embarcadero, unas chicas tapadas hasta la cabeza se colocan aletas y una botella de oxígeno a la espalda para lanzarse al agua. Hace mucho calor. Sobre las rocas del espigón los pescadores extienden sus redes para seleccionar su pesca. Tienes la sensación de que en un determinado instante se ha detenido el tiempo en esta ciudad y, desde entonces, sus ciudadanos han vivido en ella indiferentes a su deterioro. Algunos edificios se han derrumbado de pura apatía, e incluso sobre sus ruinas conviven algunas familias con las ratas.




Pero aún se puede soñar en Alejandría. Si te detienes a contemplar el discurrir de la tarde tomando un café en la terraza del Cecil Hotel, como solía hacer Lawrence Durrell cuando escribía su “Cuarteto de Alejandría”, podrás retroceder en el tiempo unos años. La recepción, de madera oscura, evoca otras épocas de esplendor. Sigue conservando un estilo colonial que no se ha modificado, ni en el mobiliario, ni en los uniformes de sus empleados. Frente a tu mesa, observas ensimismado la espléndida bahía, antaño iluminada por el legendario faro, y cuyos espigones parecen abrazarse en ese fondo azul renovado por las mareas. Al atardecer, el sol zarpa rumbo a occidente y la noche desembarca un cargamento de anaranjadas sombras sobre la ciudad. Los edificios recuperan la silueta y, esta vez sí, la ciudad se perfila ante ti grandiosa y mítica.

Pedro Rojano
Punto y Seguido




Fotos P.R.





11 comentarios:

  1. Breve pero magnifico paseo por la realidad de Alejandría. No hay que dejar pasar la oportunidad de ampliarlas las imágenes conforme se va leyendo el texto.

    ResponderEliminar
  2. ¡Qué sugerentes son siempre las crónicas viajeras de Pedro! Me gusta mucho ese aire descarnado, brutalmente honesto, tan lejos de los artículos promocionales redactados por los publicistas de las agencias de viajes. No se obvia la mugre de las aceras ni los desconchones de las fachadas, y quizás por eso, por el contraste, destaca más lo sublime de tan legendario destino. ¡Plas plas!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias Sr, Weiss, su comentario me anima a seguir destapando las ciudades que veo. Espero poder encontrarme con usted en alguno de esos paseos, pues su estilete certero sabrá sacar más punta.

      Eliminar
  3. Gracias Pedro, por llevarme de viaje por lugares que no sé si conoceré, pero que gracias a crónicas como esta, puedo sentir, palpar, ver, e incluso sentir ese sofoco al pasear por ese enorme paseo marítimo que alguna vez estuvo alumbrado por un faro que descansa roto, sumergido en la bahía, junto a la que fue la gran ciudad de Alejandro Magno.

    ResponderEliminar
  4. Pedro me encanta esta nueva sección y poder viajar con tus palabras.

    abrazos enormes

    ResponderEliminar
  5. Esta ciudad es para mi imaginario como Bagdad: no se parece en nada a mis sueños infantiles. Es cuando uno quisiera ser un viajero del tiempo...

    ResponderEliminar
  6. Gracias Isa, Andrea y Loli, compañeras de fatigas y viajes virtuales. Qué placer sería viajar con vosotras a esas ciudades legendarias

    ResponderEliminar
  7. bueno, es cuestión de organizarlo con tiempo...

    ResponderEliminar
  8. Eso, eso...Punto y Seguido de aeropuerto en aeropuerto...
    Alejandría tan inalcanzable, tan mítica...y tan cercana desde los ojos de Pedro Rojano.

    ResponderEliminar