jueves, 30 de abril de 2015

VIVIR

Los veo durmiendo en las aceras cuando voy al trabajo, cerca de la estación de autobuses, en los portales, en las entradas de los aparcamientos. Toda su propiedad en un carrito de la compra atado con cuerdas, un bulto bajo la manta, zapatos vacíos a la altura de los pies y un perro vigilante que levanta la cabeza a mi paso. Me pregunto quiénes son, de dónde han venido, qué vivieron antes.

 Fotografía: Jesús Fernández Lorencio

En casa cenamos frente al televisor. Los niños siempre buscan programas para reír, pero yo les impongo las noticias. Solo media hora para saber qué ocurre. Callamos cuando aparecen saliendo del mar muertos de frío y de cansancio, los vivos. Los muertos quedaron atrás arrastrados por las aguas. Solo unos números sin nombres, un porcentaje en la estadística. Veo sus rostros mientras se dejan conducir a tierra,  algunos sonríen a la cámara, intentan formar el signo de la victoria con los dedos y yo trato de retener los nombres: Trípoli, Catania, King Jacob, Lampedusa. Nadie habla en casa.

Montaje sobre fotografía de Massimo Sestini

La noticia pasa pronto, vienen otras que nos hacen sentir aliviados: una discusión parlamentaria, un desfalco, unos goles de Messi. Mi mujer va a la cocina. Los niños cambian de canal en cuanto me despisto. Por la ventana del lavadero, entre edificios, se puede ver un trozo de mar, un mar de noche. Ella mira hacia allí. Quizás también se pregunte: ¿quiénes son? ¿de dónde han venido? ¿qué vivieron antes? y es difícil no pensar que hemos tenido suerte. Como nosotros, ellos también buscan su oportunidad para vivir. Jóvenes y mayores, hijos, padres, esposas, amigos, abuelos, ... Vivir, solo eso.

Miguel núñez ballesteros
Punto y seguido

lunes, 27 de abril de 2015

BLITZ. LA VIDA EN UN RELÁMPAGO.




¿Cuánto dura un relámpago? Un instante inesperado,  el tiempo suficiente para destruirte e iluminar la vida.
 Beto, un arquitecto paisajista en el final de su juventud y con una carrera que languidece antes de haber despegado, asiste en Múnich a un congreso sobre jardines. Después de presentar su proyecto,  recibe por error en su teléfono móvil un mensaje  que, como un relámpago,  destruye su relación amorosa, el único hilo que lo mantenía sujeto a su realidad a punto del naufragio. Como un niño que de un manotazo hace volar las fichas del tablero de juego cuando está a punto de perder, decide malgastar las malas cartas que le quedan para fracasar mejor. Con los bolsillos y el alma vacíos, sin conocer el idioma para moverse en la nueva situación, vaga por la ciudad extraña y hostil, de donde lo recoge Helga, la traductora del congreso, una mujer en los prolegómenos de la vejez que, como una madre, le procura los primeros auxilios.


  

La novela  cuenta los tiempos de  la pérdida, el duelo y la superación. Y, como el tiempo es una convención social y a la vez un sentimiento arbitrario, el instante del relámpago ocupa casi toda la novela mientras que el resto del año que necesita el personaje para mudar de piel e identidad, solo unas pocas páginas. Escrita en primera persona y en tiempo pasado como una especie de dietario de mirada irónica y a veces distanciada, pero también minuciosa y descarnada en las principales escenas, la novela aborda temas que cualquier ser humano se plantea en esos espacios fronterizos en que el tiempo nos va colocando: la soledad, la pérdida, los estragos de la edad, el sentido de la existencia. Beto no ve el futuro y  Helga ya perdió de vista el pasado. El relámpago los une en el presente, en un encuentro inapropiado pero iluminador. Los personajes se miran en el espejo del otro para ganar la perspectiva que les falta y comparten el instante y los cuerpos, lo único que existe, saltándose las reglas. Con esto y  la conversación y la compañía, la experiencia de Helga, la comicidad de Beto, los gestos y la piel, atraviesan  la tormenta: el dolor y  la vergüenza que sucede al relámpago.
El paisaje narrativo por el que camina la historia se ilumina de cuando en cuando con reflexiones certeras como pequeños relámpagos y el escritor jalona el camino   con una serie de motivos recurrentes. Los jardines como "un pacto entre el territorio y sus pobladores" . Los relojes de arena con su posibilidad de ofrecer "un tiempo  de abstracción" o la arena que cae y "te corta por dentro como un cuchillo". La figura del mimo, un ser sin palabras que nos hace reír y nos avergüenza. Estos elementos se van repitiendo a lo largo de la novela hasta el final, como en el estribillo de una canción un poco triste y un poco amable que hablara de la vida en los tiempos que corren, como en una película tragicómica de las  de Trueba.

Inmaculada Reina
Punto y Seguido

jueves, 23 de abril de 2015

PUERTA OSCURA Y EL MAR (UNA VISION DE MALAGA)





De pequeño me fascinaba contemplar el mar, por eso no me pareció tan malo que la empresa de mi padre nos trasladara. Puerta Oscura fue mi primer hogar en Málaga. Mis padres, mis hermanas y yo llegamos una noche de Julio de 1985. Veníamos deseosos de ver la Costa del Sol, pero las primeras imágenes del centro de la ciudad fueron oscuras; callejones salpicados de sombras mitigando el calor. Las fachadas dejaban al descubierto desconchones por los que asomaban sin pudor viejos muros de ladrillos. Por entonces, mi cara era un hervidero de acné y, aunque yo trataba de camuflar las pústulas, lo cierto es que no había forma de ocultar, al igual que aquellas casas, el inevitable cambio que se avecinaba. Al llegar a la Plaza de la Merced, deseoso de elevarnos el ánimo, mi padre nos dijo que en una de aquellas casas había nacido Picasso, pero lo único que acerté a ver bajo los olmos enfermos de aquella plaza fueron sombras de yonquis. Al enfilar la cuesta de Mundo Nuevo, mi madre desgranaba la letra de Concha Piquer: «La niña de Puerta Oscura, se vio de cara con él, los ojos de calentura, la boca como un clavel, adonde vas niña hermosa, adonde vas por ahí.»
A mitad de la década de los ochenta, además de la playa, las suecas y los pescadores del puerto, para mí Málaga no era más que un Mundo Nuevo en Puerta Oscura. Mis dieciséis años se identificaban con el contexto, y yo comenzaba a notar cambios en mi organismo que me avergonzaban. La pelusa de la barba había comenzado a disfrazarme de viejo y los granos tenían tomado el control del rostro que veía en el espejo antes de salir para el Cánovas del Castillo. Por primera vez pisaba un instituto y compartía clase con chicas, y aquello fue aún peor, pues me cohibían sus miradas y sus risas, sus voces agudas y sus juegos. Yo no estaba acostumbrado y tuve que poner manos a la obra para asumir los cambios si no quería ahogarme en ellos.
A la ciudad le ocurría como a mí. Se iniciaban obras de reconstrucción del centro  histórico y las viejas casas dejaron paso a solares y posteriormente a renovados edificios que se poblaron de oficinas y pequeños comercios. Las calles fueron recuperando la luz y poco a poco, al igual que yo, fue creciendo y convirtiéndose en mayor de edad. Con la restauración del Teatro Cervantes,  la recuperación del teatro Romano de la calle Alcazabilla (previa demolición de la Casa de la Cultura) y la remodelación (creo que más de siete veces) de la Plaza de la Merced, mi barrio se convirtió en lugar de referencia del centro histórico, y la calle Mundo Nuevo que había dejado de ser nueva, vio como demolían sus casas matas del lateral derecho de la calzada y la alfombraban con un nuevo adoquinado que conducía al túnel del Puerta Oscura, por donde yo cruzaba para ver el mar.
La ciudad me vio crecer al igual que yo a ella. Asistí a su modernización con los nuevos centros comerciales en los días en que comenzaba a pandillear por Pedregalejo, la apertura de la Casa natal de Picasso en mis correrías universitarias, la peatonalización del centro, el Museo Picasso, el Thyssen, el nuevo Paseo Marítimo, el Muelle uno, el Museo Ruso, el Pompidou…
Siempre he pensado que a pesar de todo lo que ha ganado la ciudad, lo que me sigue fascinando es el mar: protagonista absoluto e indiferente a los cambios. De un azul turquesa en días soleados y verdoso cuando el viento agita.  

Pedro Rojano. Punto y Seguido

lunes, 20 de abril de 2015

WRITING WOMAN



Lazos carnales



Férula se mantenía siempre ocupada para no pensar. No pensar en el desastre  que era su vida. Cuando Clara la abrazó aquel primer día y le dijo: seremos como hermanas, siempre estaremos juntas. Se sintió amada, ufana, radiante y bienaventurada. Temía del carácter brusco y posesivo de su hermano. Era consciente de que tendría que partir en cuanto él descubriera el nexo secreto que las unía. Fue cautelosa y reservada, pero no lo suficiente. Y cuando él las descubrió aquella noche durmiendo juntas, la expulsó de su vida, de su casa, de la ventura y la fortuna de las que había gozado hasta entonces. Partió en silencio, triste y avergonzada. No temía por la soledad ni por la miseria, tan solo la atormentaba la certeza de no poder estar a su lado. No poder despedirse de ella en su último día. Clara presintió su muerte y atrajo el espíritu de Férula hasta la sala de su casa. Allí rodeada de la familia le brindó la más tierna despedida. Después maldijo a su marido y le espetó: Vístete, tu hermana ha muerto.





           Con motivo del MaF (Málaga en festival) previo al festival de Cine, ha habido infinidad de eventos y actividades desde el 20 de Marzo hasta el 16 abril. El grupo de escritoras Costureras de letras del Puerto de la Torre me invitó a participar con ellas en la lectura de micros  inspirados en novelas escritas por mujeres y llevadas al cine. Escribí sobre este fotograma de la película homónima de la novela de Isabel Allende, La casa de los espíritus. De esta novela guardo un especial recuerdo, ya que después de años sin poder leer, volví a retomar el hábito de la lectura gracias a ella.

                                                                         ©Loli Pérez
                                                                      Punto y Seguido



jueves, 16 de abril de 2015

¿POR QUÉ ESCRIBE UN ESCRITOR? II

LA  OTRA  CARA  DE  LA  MONEDA

por Enrique Jaramillo Levi


Escribir puede entrañar una suerte de ritual autorregulado cuando las palabras modelan ritmos y tonalidades propias en un proceso que se despliega de forma fluida, continua, consistente, con una gracia singular que pareciera alimentarse a sí misma, o mediante  una sostenida intensidad que sugiere absoluto control del lenguaje y de las ideas, aunque sean estos los que en realidad vayan llevando de la mano a las secuencias del texto en los mejores momentos de su plasmación.

Lo contrario es cuando la creatividad avanza lentamente o a trancos porque la inspiración, dispersa o inexistente en un momento dado, hace decrecer la continuidad de la escritura o incluso, a ratos, se estanca haciendo al autor perder la más elemental armonía interna y, como consecuencia, su sentido de dirección. En este punto, doy por sentado que eso que ha dado en llamarse “inspiración” en verdad existe, por más que no resulte fácil examinar con absoluta verosimilitud su procedencia ni mucho menos la fiabilidad de sus constantes.


Así, en una suerte de acto de fe, simplemente sabemos que existe no sólo porque la sentimos actuar sino debido a que vemos sus resultados y, como un hecho intelectual o artísticamente palpable, lo aceptamos. Es decir, independientemente de explicaciones sicologistas o sociológicamente orientadas, en los artistas –y todo auténtico escritor lo es— ocurre este fenómeno misterioso o enigmático de a menudo poder gozar de fuentes imprevisibles de afortunada incentivación que les permiten expresarse mediante determinadas rachas o accesos inescrutables de ocurrencias creativas que, en casos extremos, pueden lindar incluso en la genialidad.

De ambas circunstancias está hecha la manera en que la creación literaria articula su modo muy particular de expresarse, según el estilo y las necesidades muy particulares de cada escritor. Hablo, por supuesto, de autores que no son novatos: de los que ya tienen cierta experiencia creando textos literarios. Escritores cuyo proceder les viene de un genuino talento que no se les oculta, y cuyas metas pueden o no estar claras desde el inicio pero que siempre toman muy en serio su irrenunciable gusto por la escritura y un impostergable deseo de auscultar las entretelas del mundo y, sin duda, de indagarse a sí mismos.

Para este tipo de escritor, no hay oscuridad ni territorios vedados que valgan: todo lo cuestionan, lo transgreden, lo investigan, lo documentan, lo digieren y terminan transformando en la materia prima de obras que podrían resultar memorables sabiéndolas articular de forma original, diferente, llámense novelas, cuentos, obras teatrales, poemas o ensayos. La experiencia más nimia, la más trivial, la más efímera o la más mundana o vulgar puede saltar de su opacidad, de su aparente intrascendencia, para formar parte de un todo más integrado, más completo, menos invisible para el común de las gentes: para convertirse en vivencia encarnada, hálito vital que trasciende su anterior invisibilidad coyuntural hasta crecerse haciéndose fuerte como parte significativa  de la vida.

Pero resulta que también ocurren períodos, largos o cortos, a veces permanentes, en los que el escritor se topa con una estrujante esterilidad literaria que lo mantiene seco, inhóspito consigo mismo y con la vida, de tal manera que le resulta imposible producir. En tales circunstancias, carente de creatividad, no hay manera de irrigar el páramo de esa sequía, y lo invade una frustrante sensación de desasosiego y a veces de rabia. Ocurre entonces que o no escribe en absoluto, o lo que escribe es malo, torpe, repetitivo y peligrosamente inapetente, y lo sabe. Y como consecuencia nace una inclinación a la inercia o, peor todavía, un deseo abierto o solapado hacia la autodestrucción.

También sucede la variante de que quien escribe con cierta asiduidad, satisfecho o no de su producción literaria, siendo una persona responsable y por tanto muy exigente consigo mismo, en algún momento se pregunta qué sentido tiene hacerlo. Se lo pregunta genuinamente, dudando del sentido profundo de escribir, llegando incluso no pocas veces a restarle valor, sentido. En tales casos, no es infrecuente que lo que produce le parezca de poco o nulo valor. Y esa sensación de creciente incertidumbre puede llegar a convertirse en un auténtico fastidio existencial que frena toda creatividad y drena sus reservas espirituales hasta límites francamente castrantes.

Obra de Mónica Goldstein

Se trata, pues, en un caso u otro, de la otra cara de la moneda; esa en que no sólo no hay fluidez literaria alguna como parte de un proceso nulo de creatividad en marcha, sino que la escritura misma, al no producirse ya, termina muriendo en su cuna. O incluso antes, en el alma misma del creador, al no poder ser fecundada por su ya desfalleciente deseo de superación, por la pérdida total de su identidad de escritor.

Muchos son los creadores que, en tales circunstancias, se dan por vencidos, dejan por completo de escribir y, a veces, hasta pueden terminar suicidándose. Y es que en ellos vida y creación literaria no pueden separarse: son una misma honda, sinuosa vivencia. Una vivencia tan entrañable y única e intransferible que, al anularse el entusiasmo y la fecundidad, ya no tiene razón de existir.

                         Panamá, 22 de marzo de 2015


Enrique Jaramillo Levi (Colón, Panamá, 1944) cuentista, poeta, ensayista, profesor universitario, editor y promotor cultural panameño, autor de más de 50 libros.
Fundó la revista «Maga» y el Diplomado en Creación Literaria de la UTP. En el 2005 gana el premio Ricardo Miró como cuentista.
Es Licenciado en Filosofía y Letras con especialización en Inglés y Profesor de Segunda Enseñanza por la Universidad de Panamá. Tiene además Maestrías en Creación Literaria y en Letras Hispanoamericanas por la Universidad de Iowa. En 1971 obtuvo la Beca Centroamericana de Literatura del Centro Mexicano de Escritores para estudiar en el taller literario supervisado por Juan Rulfo, Salvador Elizondo y Francisco Monteverde en la ciudad de México.
Ha ejercido la docencia universitaria en México, Estados Unidos y Panamá, y de 1987 a 1988 fue investigador literario en los Estados Unidos en el "Nettie Lee Benson Latin American Collection" de la Biblioteca de la Universidad de Texas, en Austin.

Ensayo inédito de Enrique Jaramillo Levi


lunes, 13 de abril de 2015

¿POR QUÉ ESCRIBE UN ESCRITOR? I

Por Enrique Jaramillo Levi                                                                                                                                                            
                                                  Para Carolina Fonseca, que sabe de estas cosas pero igual se las cuestiona a fondo tanto  cuando escribe como cuando no logra hacerlo, por las mismas razones.

Dibujo de Kafka

A menudo se ha dicho que el mundo –sobre todo las cosas que en él ocurren a los seres humanos— es inescrutable. Lo cual apunta al concepto de lo enigmático, aquello que por extraño o impredecible no se puede prever. Y quien dice prever dice entender. Comprender. Es decir, el mundo estaría más allá de nuestra capacidad de su desciframiento.

Pero como por lo general los escritores somos más bien rebeldes y algo osados y nada asiduos a la conformidad intelectual ante los desafíos de las situaciones externas y los recovecos más resistentes del alma, esos que no se dejan auscultar o que, permitiéndolo, no arrojan resultados satisfactorios, entonces indagan, reflexionan, escriben y, en el proceso, continúan cuestionando cada inflexión, cada matiz, cada contradicción y cada área oscura de la vida y,  de paso, de los seres humanos.

En ese sentido, se escribe para comprender, para saber. Y aunque nunca se logre del todo, está demostrado que una adecuada e irrepetible combinación de intuición, experiencia vital, imaginación sin límites y un dominio escritural expresado en cualquier lengua, es capaz de proveerle al genuino talento artístico la capacidad de profundizar de forma singular en los misterios de al menos algunos aspectos de la experiencia humana. Y no pocas veces el escritor termina descubriendo y aceptando que, paradójicamente, lo profano y lo sagrado se solapan más que contraponerse en los rituales de lo cotidiano.

Asimismo, se le revela también la naturaleza proteica de todo lo que pasa o deja de ocurrir, así como el carácter a menudo híbrido de sus antecedentes y sus consecuencias. Y sobre estos descubrimientos más bien confusos no puede menos que escribir, ya que haciéndolo logra encarnar sus búsquedas y de paso expresa sus cuestionamientos, que no son más que maneras oblicuas de tratar de entenderse mejor a sí mismo y, de paso, a los demás. De tal forma que, en realidad, escribe sobre todo para negarse a la oscuridad, a la ignorancia, al vacío existencial que, en el fondo, le es consubstancial.

Para lograrlo con cierto grado de interés y eficiencia, a menudo opta por la ficción –novela, cuento--, que no es más que una necesidad de contar historias y de colocar como protagonistas de éstas a sucedáneos de seres humanos iguales o parecidos a él (ella); es decir, mediante la creación de personajes. Seres que, como actores en escena, representan a otros seres, para lo cual buscan ser verosímiles alteregos semánticos, y por tanto literarios, de personas de carne y hueso y emociones y pensamientos a tal grado creíbles que el lector los acepte sin dudar como tales.

Se escribe, pues, como una suerte de permanente indagación y vislumbre, independientemente del tema elegido, del argumento, de la trama inventada para darle a la historia una fiel semblanza de vida, de realidad creíble; como una forma de ir poniendo en evidencia los avatares de la existencia y de la psiquis, de la memoria y la cotidianidad que no se detiene, de la imaginación y la vivencia externa. Se escribe para demostrar que nada humano es plano ni esquemático, ni tampoco intrascendente aunque parezca serlo, que nada está del todo vacío de significado. Para afirmar la inconformidad, para poner de manifiesto la convivencia inaudita de lo frágil con lo sólido, de la cobardía más abyecta con el heroísmo, de la desesperanza con la fe. Para dar testimonio del amor y el odio, del egoísmo y la solidaridad, de la entrega y la renuncia, de los celos y la solidaridad.

La literatura no da respuestas, las busca; no resuelve, cuestiona; no puede ser complaciente sino iconoclasta sin importar las consecuencias ni tampoco las inconsecuencias de su a menudo anárquico proceder. Así, escribir es desnudarse, incomodar; causar dolor mientras se da placer o viceversa.

A un escritor auténtico inexorablemente lo habitan innumerables voces, que no obstante terminan siendo una sola: la suya. Y esto es así porque si bien existe gran cantidad de semejanzas y diferencias tanto en la identidad como en la idiosincrasia de los seres humanos, la voz de cada quien, su manera de ser, es singular y busca desesperadamente expresarse.

Sin duda suele haber fragmentación en el ejercicio de la vida, y la literatura tiende a recogerla y a reproducirla como una manifestación ineludible de la soledad, del vacío, de la enajenación, de la incomunicación que siempre ha sido parte del ser humano; pero que hoy en día aflora más que nunca pese a las enormes ventajas de la tecnología, o tal vez precisamente a causa de ésta.

Y acaso ocurra que cada día que pasa, cada día luminoso o adverso en que un escritor escribe con autenticidad, sin concesiones, con irrefrenable densidad, estemos más cerca de una inevitable fusión literaria de la más honda introspección –con sus implícitas manifestaciones no pocas veces esquizoides y condenadas a la alienación total— con los clásicos desplazamientos externos por los rincones del mundo en busca de mejores horizontes, a veces como una simple aventura, desafiando toda clase de adversidad en el camino.  Y que en esa lucha, en esa mancuerna de sincronías y disfunciones, se consagre de nueva cuenta, como en las más antiguas sagas, como en la Ilíada y en la Odisea, como en El Quijote, como en Cien años de soledad, la esencia más prístina del ser humano: su encarnizada lucha cotidiana por encontrarse, por no dejarse aplastar ni por el entorno ni por la fuerza ominosa de su propia tendencia a la autodestrucción.

Por eso, entre otras razones, escribimos.


Ensayo inédito de Enrique Jaramillo Levi



jueves, 9 de abril de 2015

LITERATURA PANAMEÑA CONTEMPORÁNEA


Aunque por el momento no me siento con autoridad para reflexionar en profundidad sobre este tema, ya que mi acercamiento a dicha literatura se remonta a los pocos meses que llevo en el país, sí puedo comentar, con conocimiento de causa, ya que he vivido en otros tres países de habla hispana, que entre naciones compartimos poco o nada nuestro arte (me refiero a la posibilidad de leer a los autores de cada país, a pesar de lo cerca que nos hace sentir internet). La lengua, que parecería acercarnos, en muchos aspectos nos aleja, ya que el castellano neutro está cayendo en desuso, o por lo menos no está bien visto en las nuevas generaciones de escritores. Esto genera exabruptos tales como: Esto no se escribe así o No entiendo nada, lo cual aleja a los lectores de otros rincones, hablantes del mismo idioma.

El desconocimiento llega al extremo de ignorar los nombres de autores emblemáticos que ya se consideren clásicos en cada país. Podemos culpar de esto a los monopolios de ciertas editoriales y al poco trabajo del ministerio de cultura y relaciones exteriores, porque es algo que no podemos dejar en manos de las editoriales independientes que cuentan con pocos recursos.

                         
                                                                     
Tristán Solarte

       Desde esta perspectiva me asomé, desde hace escasos cuatro meses, a la literatura panameña. Por el momento al cuento. Insisto: no puedo hacer de este texto más que un simple pantallazo de ideas, de intuiciones. Lo que sí puedo es, más o menos, comparar esta literatura con la de Argentina, España y México. La sensación, grosso modo, es que se trata de una literatura fresca y creativa, que camina codo con codo con la posmodernidad imperante en el mundo, con la intención de tener voz propia, no sólo fundada en sus temas histórico-culturales, sino en la aprehensión de las nuevas técnicas literarias y la puesta en práctica de recursos novedosos, y diferentes maneras de contar. No podemos olvidar que aunque Panamá no haya tenido un Borges, un Cortázar o un García Márquez, pertenece al continente del cuento, del relato, como lo llaman en España, de ahí su afición por este tipo de narrativa. Según comenta E. Jaramillo Levi en su ensayo «La producción cuentística femenina en Panamá: 1931-2014», desde los años ´90 a esta parte la aparición de nuevos talentos ha sido apabullante. Menciona a por lo menos ciento veinte nuevos cuentistas entre hombres y mujeres. Hay que tener en cuenta que hablamos de un país con una población de menos de cuatro millones de habitantes. Esto nos muestra un gran interés por este formato narrativo. 


       En términos generales la siento más cercana a la de mi país natal, no sé si por la influencia que pueden haber generado nuestros escritores más representativos, o por compartir intereses de fondo y forma, aunque algunos, como Damián Tabarovsky, opinen que en Argentina la literatura tiene «voluntad capitalista por tener un mercado funcionando y una academia investigando». 

En México he podido percibir el peso que tiene Rulfo en el cuento actual, con cierto dejo costumbrista en los temas elegidos aunque, obviamente, no significa que esto sobrevuele a todos los escritores de ese país, donde encontramos voces como la de Daniela Tarazona que nos lleva a pasear entre sus monstruos interiores. Hablo en general, como también podría indicar la influencia que tiene Carver, el microrrelato y Manuel Puig (este último sobre el afterpop mal llamado Generación Nocilla, que en realidad no es un colectivo artístico sino un invento mediático), sobre el cuento español o, mejor dicho, sobre lo que allí se entiende por relato.


Carlos Wynter Melo

Con esto no quiero decir que uno sea mejor que otro, sólo que hay ciertas características que parecen repetirse, tal vez por esa afición que tenemos, últimamente, a alistarnos en talleres que, dependiendo del profesor, nos convierten en robots animados, intentando imponernos sus gustos personales.

La tarea del maestro es compleja.

La libertad aún más.

Andrea Vinci
Punto y Seguido



lunes, 6 de abril de 2015

EL LIBRO ADECUADO

Busco apaciguar mi melancolía y me dirijo a esa pequeña biblioteca que instalé hace tiempo en mi habitación. Me gusta mirar los libros. Los nombres de los autores en los lomos. Los títulos, más o menos acertados. Los observo una y otra vez, desde los puntos de vista de los distintos narradores que habitan en mí y desde los diversos ángulos entre los que mi habitación me permite moverme. Espero que uno de ellos dé el primer paso. Siempre hay uno que lo hace. ¡Qué atrevido! Me gusta ese tipo de frescura que los hace lanzarse al vacío de esos dedos quisquillosos que los acogen con indecisión.


Los libros son amigos con los que charlo, dialogo, río, lloro,  o incluso discuto, como ahora. A veces, es lo único con lo que se cuenta de verdad, lo demás es efímero, o eso he leído en alguna parte y hoy me ha dado por hacer mía la frase. Mañana diré todo lo contrario, ya se sabe que las opiniones son tan variables como el tiempo.  Y en cuestión de libros y opiniones, siempre hay uno que sobresale,  según el día. Hoy es viernes 3 de Abril, 13:29h, y el libro que se ha lanzado desde la mitad de la primera balda de la estantería tiene el lomo de color crema y negro. El autor: Javier Marías. El título: Mañana en la batalla piensa en mí. Es un libro que me impactó por poseer un comienzo sobrecogedor: 

'Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda. Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo, y creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir junto a nosotros'.

No recuerdo en qué página recobré el aliento, ni en qué momento de los dos primeros capítulos de la novela fui consciente de que aquello había sido escrito por alguien que no me conocía y que sin embargo sabía cómo hacer que sintiera cada una de aquellos sentimientos que describía a través de su narrador protagonista. Realmente Javier Marías logró situarme en aquella habitación en la que, al poco de empezar los preliminares del amor, una mujer se siente mal y muere. 

Siempre he pensado que los escritores son una especie de magos. Y a mí, siempre me ha gustado la magia. El narrador de esta novela dice que el mundo depende de sus relatores, porque el acto de contar supone tomar decisiones, mientras que la voluntad de callar es siempre lo que pudo ser o lo que aún podría darse. Los factores que condicionan lo que pasa o deja de pasar son sumamente variables e incontrolables.
 
Devuelvo el libro a la estantería. Su fantástico título resalta entre todos los que poseo. Lo anoto en mi cuaderno de libros pendientes de releer, es mi forma de premiarlo. Qué mejor homenaje a un libro que su relectura. 

Son las 14:01 y el gusanillo del hambre me acecha. Me pregunto qué libro esperaba pacientemente a que devolviera el anterior para atreverse a ser escogido a una hora en que no a todos nos gusta leer: en los preliminares del almuerzo. Ah, sí, segunda balda, donde tengo ordenados los libros de los siglos XVII, XVIII y XIX. Lomo de color negro. Autor: Charles Dickens. Título: Grandes Esperanzas

'Basta ya de tierras bajas y pantanosas, me dije, se acabaron los diques y compuertas; basta ya de aquel ganado que rozaba la yerba, (…), ¡Adiós, monótonas amistades de mi infancia; en lo sucesivo no perteneceré a vosotros y a la herrería sino a Londres y sus grandezas!' 

Una gran novela de aprendizaje que me acompañó buena parte de un verano, si mal no recuerdo, y que me hizo reflexionar sobre las vacilaciones y contradicciones de los pequeños dramas diarios. He de confesar que mi primer acercamiento a esta novela vino de la mano de la película Great Expectations (1998), cuyo Pip protagónico fue a parar a manos del actor Ethan Hawke. Cuando me enfrenté a la novela, me costó adaptarme a su ritmo y a su originalidad, pero después de leerlo, no volví a ver la película. Ni esa, ni ninguna otra adaptación del mismo. 

Nuevamente me he dejado atrapar por un título. La sensación que me produce al nombrarlo, al paladearlo a horas gastronómicas, me genera justo la pretensión y expectación que no esconde. Y es eso, justamente eso, lo que me hace sonreír, y salivar, en este momento.

Miro hacia el techo, son las 15:37 y ya he almorzado, pongo la mano como visera sobre mis ojos somnolientos, y me asomo a la tercera balda, donde un montón de libros apilados se recuestan sobre los altavoces de mi equipo de sonido. ¿Quién será el siguiente? ¿Lomo amarillo? ¿Azul? ¿Verde agua y crema? La timidez impregna a aquellos que se sienten más lejos, pero no siempre la lejanía geográfica es un horizonte inalcanzable, así que me subo a la silla del escritorio y después, al escritorio; cierro los ojos, y escojo uno al azar. No siempre estoy segura de si el azar es sólo eso, o si realmente se trata una predestinación que oculta algún tipo de sentido. ¡Voy a descubrirlo! El lomo es de color calabaza y azul. Autor: Gabriel García Márquez. Título: El coronel no tiene quien le escriba

Un viejo coronel retirado va al puerto todos los viernes a esperar la llegada de la carta oficial que responda a la justa reclamación de sus derechos por los servicios prestados a la patria. Pero la patria permanece muda… 

'El coronel comprobó que cuarenta años de vida en común, de hambre en común, de sufrimientos comunes, no le habían bastado para conocer a su esposa. Sintió que algo había envejecido también en el amor'. 

El coronel no tiene quien le escriba, es un título fantástico para una novela tan llena de emociones, incertidumbre, contradicciones y simbología, pero también de espera. Y es aquí cuando me doy cuenta que tal vez los tres libros que he escogido hoy tienen un denominador común, algún tipo de anhelo, de esperanza… de espera. Como yo, en el justo momento melancólico en el que me senté a escribir esta entrada. En esta novela, la personalidad del coronel es de ser paciente y con mucha esperanza, y aunque sé que el autor habla de su Colombia natal, por un momento pienso que nos describe a todos los que esperamos. ¿Esperamos qué? Seguramente un nuevo libro que nos haga disfrutar, conocernos más y sentirnos un poco menos solos.

Me dirijo de nuevo hacia la estantería llena, sin distinguir entre baldas esta vez, y pienso:  sólo se trata de escoger el libro adecuado para cada momento. Y eso hago. 


Punto y seguido



Entrada dedicada a Ana Ruiz Muñoz, porque a pesar de que la muerte sucede todo el tiempo, nunca creí que la suya estuviera prevista.