jueves, 31 de julio de 2014

LIBROS DE VERANO

Sentada en mi silla de playa observo sin querer, o queriendo para qué mentir, el libro que lee la mujer rubia del sombrero de paja que está tumbada en la arena a escasos pasos de mí. 


El libro debe pesar, y temo que se le caiga encima y se le cuele una hoja, una frase o el nombre del autor, en el ojo que mantiene abierto. El ojo cerrado trata de vencer al sol y se esconde. La portada del libro me es conocida y mucho. Se trata de La verdad sobre el caso Harry Quebert, que ya leí el verano pasado y del cual hice una reseña. (Para los interesados en leerla, PINCHAR AQUÍ). Entretenido, me digo, (y os digo). Y, aunque estoy tentada de contarle quién fue el asesino de Nola Kellergan, decido dejarla con la intriga que resolverá en unas trescientas páginas, y desvío mi atención hacia mi siguiente objetivo: El libro que lee el señor que se ha llevado su silla a la orilla.


Me acerco como quien no quiere la cosa. Llevo un cubito en la mano y a uno de mis sobrinos en la otra. Haz un castillito aquí, le digo al niño. Él obedece y recoge la arena con su pala. Su tía obtiene el margen visual necesario para, tras asomarse por encima del hombro del señor con sombrero, poder leer algunas líneas del libro que lo tiene tan absorto:

Cuando ya pensaba que nada distinto iba a suceder y que su vida iba encarrilada -como iban encarriladas las vidas de todos sus amigos treintañeros- se dio cuenta de que todo podía cambiar en un suspiro… 

Lo admito, en verano, más que en ninguna otra estación, me convierto en espía. Pero no en una espía cualquiera, de esas que intercambian información relevante entre una país y otro. No, yo no soy de esas, aunque ser una agente doble tipo Sydney Bristow de la serie Alias, debe tener su aquel. El caso es que soy espía de libros. Me gusta cotillear lo que la gente lee en sus ratos de ocio, pero sobre todo, lo que lee en la playa. Me pavoneo, me contorsiono, me agacho y me recojo, lo que sea, con tal de averiguar ese título y esa portada que alguien devora y que yo quisiera hacer con el mismo ansia. 

Este señor leía, por si sois tan curiosos como yo, un libro de relatos llamado Manhattan por el retrovisor, del escritor sevillano José Luis Ordóñez. Y que, recomiendo absolutamente, si sois amantes del cine, de Manhattan, de los relatos y de la buena lectura. (Podéis leer aquí la reseña que hice de uno de sus últimos libros: Madera podrida sobre un clavo oxidadoPINCHA AQUÍ).


He dejado al niño con su madre y vuelvo a la carga. Esta vez está la cosa menos complicada. Un hombre duerme y un libro vela sus sueños. Apuesto a que se trata de un clásico. Dickens, pienso. Tal vez, Dumas. O Shakespeare. Son libros que la gente aprovecha para leer en verano. Ya me he encontrado con alguno, por esos rincones de arena, con Guerra y Paz entre las manos, o con  Los Miserables en el regazo, y a más de una abrazadas al Conde de Montecristo o a La Regenta. Aunque hay quienes prefieren libros ligeros de autoayuda o de amores, y los que no se resisten a los misterios de Agatha Christie, o a la poesía de Bécquer. También me he encontrado por ahí biografías de todo tipo. Pero no, este hombre no leía ninguno de esos, este hombre se había decantado por el maestro Gabo y sus Cien años de soledad. 

Locamente enamorados al cabo de tantos años de complicidad estéril, gozaban con el milagro de quererse tanto en la mesa como en la cama, y llegaron a ser tan felices, que todavía cuando eran dos ancianos agotados seguían retozando como conejitos y peleándose como perros.


Sí, por supuesto también me encuentro libros electrónicos en mi deambular playero en busca de títulos devora lectores. Aquí para averiguar hay que ir a lo directo. ¿Podría recomendarme el libro que está leyendo? La mujer gira la cabeza, sonríe y dice: Orgullo y Prejuicio. Y ahí, me ha ganado de todas-todas, porque es uno de mis libros favoritos, mi libro fetiche, etc etc. Declarada Austeniana convencida y practicante, me presento y le pregunto si ha leído los demás. Por supuesto, dice, Persuasión es mi favorito. Y ahí es cuando le cuento que yo estuve en Chawton, en Bath y bla, bla, bla. Durante nuestra charla soy consciente de que me he perdido muchos títulos de gente que cierra sus libros, los guarda en el bolso y se lanza al agua a chapotear un rato, pero a veces merece la pena el sacrificio, no siempre se encuentra una con lectores tan afines. 


No hay nada que me guste más que pasar un día en la playa, o sí, pasar un día en la playa y espiar los libros ajenos, descubrir títulos y autores desconocidos, o comprobar que los conocidos también son devorados por extraños y no sólo por mí. Seguramente me cruzaré con otros que sean como yo y que tratarán de cometer su hurto, si no se lo pongo muy difícil, con el título que tengo entre mis manos, o el autor que me ha robado las ideas, porque algunas de las frases que leo me las han tenido que robar, da igual si Jane Austen, Baricco, o Busutil, esas frases tan magníficas y ocurrentes debieron ser mías, ¿y acaso no lo son? ¿Acaso no se hace dueño el lector de ellas cuando tiene el libro en sus manos y está sumergido en esa historia que parece haber sido escrita única y exclusivamente para él? Igual es que soy una rara, ¿a que va a ser eso?

Tomo asiento en mi hamaca, inclino la sombrilla, me relajo mirando al mar, por supuesto con un mojito o una piña colada, lo primero que haya salido de la nevera, y entonces saco mi libro de la bolsa de playa. Miro a un lado y al otro. Nadie parece observarme pero yo sé que están atentos y se preguntan qué libro es el que tengo entre manos en este momento. ¿Será La Princesa de hielo de Lackberg? ¿El malentendido, de Nemirovsky? Dejo que el misterio prosiga y oculto el título, a conciencia, con la toalla. ¿A que va a ser La mujer loca de Millás? No, ese ya debe haberlo leído, dirán los más osados. Ya está. Será No digas noche, de Amos Oz. No, no, no, ya lo tengo: Una habitación propia, de Virginia Woolf. 

Lo cierto es que podría haber sido cualquiera de ellos, desde el que estaba leyendo aquella mujer del sombrero de paja que os contaba al principio, hasta la habitación de Virginia, pero en esta ocasión, y siendo veranito y a puertas de mi gran viaje, por si a alguien le interesa, lo que hoy estaba leyendo en la playa era una guía de Nueva York. ¿Las guías también cuentan como libros? En verano, amigos míos, (no sólo en verano, pero en verano aún más por aquello de tener más tiempo de ocio, de relax, etc), cabe leer cualquier cosa, todo es digno y bueno, si te divierte, te relaja y te dejas llevar. O seré una rara, ya os decía.  

Elegir un libro o que el libro te elija a ti, sea el que sea, de la condición que sea, pero:

 ¡Oh, leer, qué gran, qué divino, qué placer!



Punto y seguido




Nota: En la bolsa también había un par de libros, de los de leer, os digo los títulos, para no alimentar intrigas: Ventanas de Manhattan, de Muñoz Molina, y Ruth de Elizabeth Gaskell. 





jueves, 24 de julio de 2014

GUADALAJARA - JALISCO

James Salter pone en boca de uno de sus personajes la siguiente frase: «Viajar es una tontería (…). Lo único que ves es lo que llevas dentro.» Dentro de mí, antes de aterrizar en Guadalajara, estaban acumulados todos los tópicos: tequila y mariachis. Y además esa especie de felicidad que me embarga cada vez que llego a un lugar nuevo, ese deseo de tirar la maleta en la habitación y salir corriendo. ¡Menos mal que el mundo es grande!

Lo primero que escuché, y que vino de parte de un europeo que vive en la ciudad, fue una queja: Aquí, hay poca vida cultural. Esto contrasta con  que se trata de la ciudad que alberga la mayor Feria del Libro de Latinoamérica: la FIL. Uno, como paseante que sólo le tomará el «aroma» a la ciudad, no puede llegar a tanto. También habría que pensar si se trata de una comparación o es una realidad. La queja tuvo una segunda frase: No publicitan los eventos. Eso, en cierta manera, me recordó a Málaga. Era una queja que yo solía tener, y muchas veces daba con los eventos por pura casualidad, porque «andaba por ahí».



Lo que salta a la vista son las fuentes (tiene doscientas), las plazas y, ya adentro de los edificios emblemáticos, los murales. Es una ciudad paseable, con una preciosa catedral engalanada en cada extremo de su cruz (porque tiene esa forma) por una plaza, las cuatro diferentes. Como en muchas de estas ciudades, está compuesta de retazos. Una manzana es colonial y en la próxima encontramos un edificio de aspecto minimalista dedicado a las joyas, y más allá volvemos a lo colonial. Tratándose de una gran ciudad, la segunda de México, ha terminado uniendo a ella los pueblos cercanos: Tonalá, Tlaquepaque y Zapopan, que ahora son colonias, el equivalente mexicano a barrio.


Aquí, como en todo México, el tequila se degusta, no se toma de un sorbo «a lo macho» como en las películas. Tampoco hace falta la sal o el limón o cualquier otra manifestación cinematográfica. Hay menos mariachis que en la Plaza Garibaldi, y en los días que estuve nadie me cantó una serenata…


El rey de los murales en Guadalajara es José Clemente Orozco. Los hay en el Palacio de Gobierno y en el Instituto Cultural Cabañas. La característica es la misma de todos los murales de su época: la crítica social. Y uno se queda boquiabierto frente al tamaño y la cantidad de personajes que aparecen en ellos. Y sobre todo frente a la paleta de ocres, negro, grises, con toda la fuerza de la historia mexicana.


Cerca de la ciudad, camino al pueblo de Tequila, podemos contemplar los campos de agave, planta con la que se hace la famosa bebida. El color azul invade el paisaje, como el verde en los campos de Andalucía. El perfume dulzón surca el aire, con la misma fuerza que la oliva, en un paisaje que se me antoja parecido. Tras probar tequilas blancos, reposados y añejos, y comprar alguna botella, regreso a casa. Me pregunto si viajar ha sido una tontería, y me contesto que no, que dentro de uno no está el universo, que siempre aprendemos algo nuevo, y que lo que llevé conmigo lo traje de vuelta: un poco de asombro, un mucho de alegría.

Andrea Vinci 
Punto y Seguido


lunes, 21 de julio de 2014

PARÍS NUNCA SE ACABA

Imagino ciudades y me veo en medio de los sitios que imagino. Recorro las calles, entro en los teatros, las cafeterías, los museos. Son lugares que conozco, que he visto cientos de veces en películas, en fotografías, pero que cuando llego a ellos, siempre son distintos. La Plaza de Trafalgar, el Puente de Carlos, la Puerta de Brandemburgo,  lugares que conocía y en los que me había imaginado, pero que al llegar a ellos resultaron distintos. Quizás fuera la luz, el ruido de los coches, los transeúntes, algún olor especial, una temperatura, o quizás la emoción del deslumbramiento, el reconocimiento de estar allí, de ser testigo y a la vez parte inseparable de ese lugar que visitaba. De golpe se borran todas la imágenes, las ensoñaciones acumuladas desaparecen y solo perdura, anulando lo anterior, ese momento en que estas y por fin el lugar te pertenece.

La imagen que guardaba de París estaba hecha de multitud de imágenes superpuestas, fijas o en movimiento, en color, en blanco y negro, en épocas distintas, siempre con gente distinta: actores, escritores, filósofos, modelos, parejas en viaje de novios. Un París siempre renovado y distinto, un París que no se agotaba, que no terminaba nunca. Ese París desapareció de golpe en cuanto llegué, en cuanto salí de la estación de Les Grands Boulevards camino de la rue Montmatre.



Alguien dijo que el problema de París son sus proporciones. Todo es demasiado grande para la escala humana, para el tamaño de un solo hombre.


En la explanada de Trocadero la gente descansaba al borde de la fuente, se asomaba a los petos de los jardines o se hacía fotografiar con la torre Eiffel al fondo.

Antes de subir las escaleras de Le Sacre Coeur un hombre tocaba con un arpa el Aleluya de Leonard Cohen.


Yo aspiraba a un apartamento con el techo abuhardillado, abrir la ventana y ver  los tejados de París como había visto hacer cientos de veces.
En el Café du Commerce pedí un plato con nombre extraño que después resultaron ser riñones flambeados.


Ante el Baile en el Moulin de la Galette de Jean Renoir me asaltan los colores, los recuerdos de la de veces que pasé el dedo por esa lámina en la colección de Obras Maestras de Salvat.


Desde la terraza de la antigua estación de Orsay, al otro lado del Sena, pienso en un decorado inmenso, una fachada que oculta la verdadera ciudad, la que no se puede conocer. Venimos a deslumbrarnos con ese decorado magnifico a estar donde otros estuvieron, pero eso no es París. Intuyo que hay otra ciudad oculta y enigmática que unas veces puede parecer amable y ociosa, y otras exasperante.


En Au Lapin Agile, pequeño y oscuro, con láminas de Picasso, Toulouse Lautrec, un piano, largas filas de mesas, taburetes de madera y licor de guindas de fabricación propia, todos parecían conocer las canciones, gente mayor que reía con los chistes que nosotros no entendíamos. Cantaban con cierta melancolía, como si trataran de recuperar un tiempo irrecuperable.


En la Place des Vosgues rodaban un anuncio. La chica con camisa blanca y falda estrecha tiraba de un perro de lanas, el hombre con camisa blanca y pantalón negro, la seguía con una botella de champan. Ella caminaba deprisa por el centro de la calzada, se recogía el pelo, se lo soltaba, el hombre, con careta de hombre mayor, la perseguía haciendo aspavientos mientras sacudía una botella y dejaba caer el líquido sobre sus camisas.


Los vigilantes de la Saint Chapelle gritaban ¡Silence! a cada momento, los turistas no hacíamos caso y no dejábamos de protestar. Con tanto andamio era imposible ver las cristaleras.


Nos sentamos en una terraza de la Isla de San Luís para esperar a que se iluminaran las farolas. Todo el paisaje de la ciudad en semipenumbra y nosotros esperando a que cambiara otra vez, para decirnos que estuvimos justo en el momento en que París se iluminó para nosotros.




Al final terminamos acostumbrándonos a la enormidad de París, a la escala excesiva. Nos acoplamos en pequeñas mesas, en bares donde la gente baila con música de salsa y parece divertida. Pequeños momentos como aquel en la iglesia de la Natividad de Moret sur Loing, donde los sonidos de un órgano y una flauta estuvieron a punto de derribar las paredes por la emoción más que por la humedad o el peso de los siglos.  Pequeños lugares, momentos en los que fue posible percibir la ciudad a nuestra justa medida.


fotografías de Robert  Doisneau



miguel núñez ballesteros
Punto y seguido

jueves, 17 de julio de 2014

GENTE EN SITIOS: GENTE, SITIOS Y UNA MIRADA.

La película del 2013 de Juan Cavestany, Gente en sitios, va de eso: de gente, de sitios y también de una determinada forma de mirar la realidad. En una entrevista al director le escuché decir que no le gustaba el título, pero que la película rechazaba cualquier otro que se le ocurría y que este fue el único que aceptó. Y es que le va como anillo al dedo.





Gente. Rostros conocidos o muy conocidos poniéndole cara a gente anónima. Cavestany, no con bajo presupuesto, directamente sin presupuesto, acudía a actores y actrices que le interesaban y les planteaba su proyecto. Si le decían que sí, adaptaba el rodaje a la disponibilidad del artista. Así fue rodando durante meses, a ratos sueltos, las diferentes escenas, sin ensayos, con un guión más o menos escrito. Y sacó oro de estos breves ratos de rodaje. Hay de todo entre los personajes: gente que busca trabajo con peluquín, gente que coquetea con el crimen, gente encerrada, gente que se venga, gente que se siente sola, completamente sola, gente que quiere ayudar y se golpea, gente que huele los zapatos de un amigo o que se ata los cordones mientras piensa qué hacer, gente que compra regalos de aniversario en un desguace, gente que hace fotos de otra gente…Gente frágil que se mueve entre lo ordinario y lo extraordinario a la que le suceden cosas que hacen emerger a la superficie lo que somos en lo más profundo.


Sitios. Dice Cavestany: “Yo soy muy observador y me gusta ver a la gente y los sitios horribles donde vivimos y cómo somos capaces de convivir en esos entornos”. Para hacer una película sin presupuesto hay que aprovechar los lugares que son gratis. “Lo industrial o lo periférico es un plató gratis donde nada es de nadie, por lo tanto nadie se siente invadido ni protesta”. Cavestany aprovecha lo que encuentra en estos lugares de los márgenes, en estos espacios poco fotogénicos y saca oro. Hay de todo: Polígonos en fin de semana, calles desiertas, pisos de 300 metros vacíos, gasolineras de extrarradio, escaleras, ascensores y rellanos, cocinas manga por hombro y salones kitsch, restaurantes anticuados, cuartillos de electricidad, autoescuelas trasnochadas, carreteras al atardecer, interiores de taxis, consultas de cirujanos plásticos, habitaciones con vistas a aeropuertos…solo falta un cementerio, que, sin embargo, le presta su desolación a todos los sitios de la película    .


La mirada. La mirada del director es lo que da coherencia a esta colección de secuencias inconexas. Cada escena es el comienzo de una historia, el planteamiento, si acaso el nudo, pero nunca hay desenlace. El espectador quiere saber más hasta que admite que solo va a tener nuevos comienzos. Es como un libro de relatos cada uno de su padre y de su madre pero que acaban hablando de lo mismo. Dice Cavestany que “la clave de la película era saber en qué orden iban las escenas. El tema es que no hubiera hilo conductor, porque a veces es una argucia un poco impostada. Las películas de escenas juntas son problemáticas, no suelen funcionar”.


En su caso resuelve hábilmente la estructura de su collage o su puzzle o su colcha de retales, que un poco de todo eso es la película, algo manufacturado. En el montaje cose y pega, busca el lugar idóneo para cada retal y utiliza un pegamento que esta hecho de elementos narrativos e imágenes recurrentes. En cada escena hay un elemento extrañador que sitúa a los personajes entre lo ridículo y lo patético; las escenas se abren o se cierran de cuando en cuando con puertas que se abren o se cierran para dar paso a la gente a los sitios o para dejarles salir de ellos; de cuando en cuando hay aviones que surcan el cielo o que se oyen rugir tras alguna ventana o que hacen que la gente se olvide de lo que está haciendo para mirar hacia arriba con curiosidad o tal vez con miedo.Y luego está la atmósfera como de docudrama, de video un tanto amateur. Cuando esa mirada, la del director,  termina de trabajar y deja paso a la del espectador, la película cobra sentido porque la gente que la mira sabe de qué le están hablando aunque le cueste encontrar una palabra para nombrarlo.



Inmaculada Reina
Punto y Seguido

(Imágenes tomadas de internet)

martes, 15 de julio de 2014

EL PEOR VIAJE DEL MUNDO. EL MEJOR RELATO DE VIAJES


Cuando la National Geography Society encargó a Apsley Cherry Garrard la elaboración de un informe científico acerca de la expedición llevada a cabo por R. F. Scott en el Polo Sur durante los años 1910 a 1913, no imaginaban que aquellas notas se convertirían en una de la mejores novelas de no ficción del siglo XX, y probablemente en el mejor relato de viajes jamás escrito. En palabras de Paul Theroux “Cuando la gente me pregunta: ¿Cuál es tu libro de viajes favorito?, cosa que sucede un par de veces al mes, respondo casi siempre que éste (El peor Viaje del Mundo). Trata de la valentía, el sufrimiento, el hambre, el heroísmo, la exploración, el descubrimiento y la amistad.”



Por muchos es conocida la desventurada historia de Scott y sus cuatro acompañantes, que perecieron a 11 millas del refugio cuando regresaban exhaustos y envueltos por el fracaso tras haber hollado el Polo Sur un mes después de que Roald Amundsen y su equipo de cuatro exploradores noruegos, pero pocos conocen los pormenores de toda aquella gran expedición que no solo se limitaba al desafío de llegar los primeros al Polo Sur. En concreto el título de este libro puede resultar engañoso, pues el peor viaje del mundo se refiere a la expedición llevada a cabo durante cinco semanas para viajar al Cabo Crozier en pleno invierno antártico para recoger muestras de huevos de pingüino emperador, expedición que casi se llevó consigo la vida de sus tres expedicionarios y que constituye uno de los capítulos más angustiosos de la literatura moderna. Apsley Cherry Garrard, uno de los miembros de aquella expedición, describe con maestría y sin alharacas el esfuerzo que realizaron, a veces sin esperanza por regresar vivos de aquella pesadilla en la que se vieron sorprendidos por innumerables peligros: “En términos generales, no creo que haya nadie en la tierra que lo pase peor que un pingüino emperador”.  



Con igual maestría, el autor describe al completo la expedición inglesa a la Antártida desde la partida desde el puerto de Cardiff hasta su regreso tres años después portando los cuerpos de Scott y sus compañeros (tres cadáveres, ya que los otros dos no pudieron ser encontrados) tras haber sido localizados 8 meses después de su desaparición.



Su relato está cargado de honestidad y describe con absoluta frialdad los momentos terribles a los que estuvieron sometidos “Es imposible imaginar mayor sufrimiento. Puede que la locura o la muerte proporcionen alivio. Pero me consta que durante este viaje empezamos a considerar la muerte como amiga”. A pesar de la dureza de algunos párrafos, el autor no nos priva del humor y la ironía, y sabe combinar, al igual que ocurre en el devenir diario, la risa con el drama.
Suelo recomendar este libro sobre todo por la época en la que nos ha tocado vivir. Un tiempo en que todo está enfocado a obtener rentabilidades cortoplacistas, a valorar el triunfo o el fracaso con la rácana medida del euro o el dólar. El siglo XXI ha nacido con escasas aspiraciones humanas y con un alto empeño por adquirir el bienestar al mínimo precio o esfuerzo y en el menor tiempo posible. La era de las tecnologías poco tiene que ver con aquellos aventureros que se lanzaban a explorar el mundo desconocido con escasas probabilidades de éxito y sin otra motivación que obtener la recompensa en la gloria y en aportar datos que ayuden al resto de la humanidad. El mundo actual ha perdido a sus héroes, no a aquellos capaces de todo sino a los que por su innata cobardía necesitaban demostrar su valor: “El hombre que no pasa miedo carece de sentimientos, de sensibilidad, de nervios; en el fondo es un estúpido”.

Este relato es un real y extraordinario alegato frente a las adversidades, frente al sufrimiento, frente al obstáculo que nos frena. No hay manera de separarse de él una vez que estás inmerso en su expedición y, como un explorador más, te impones la noble tarea de seguir adelante, “siempre y cuando lo único que se desee sea un huevo de pingüino”.


Pedro Rojano
Punto y Seguido

sábado, 12 de julio de 2014

Seis Puntas, Mil Reyertas...



Se clavan en la tierra prometida
las puntas de la estrella de David.
Los textos justifican esta lid,
por dioses y gobiernos consentida.

Los tanques en la franja establecida
aguardan la señal del adalid,
artista tras las sombras de otro ardid
que excusa la ofensiva desmedida.

La piedras son el único utensilio
de niños en reyertas por la tierra,
del pueblo que se pudre en el exilio.

Tu estrella es sólo muerte lo que encierra.
El grito de una madre pide auxilio,
su infante es un cadáver de la guerra.

Mauricio Ciruelos
PuntoySeguido

lunes, 7 de julio de 2014

LA JAULA DORADA (LA CAGE DORÉE)

La Jaula Dorada es una de esas películas que se cuelan discretamente en la cartelera del mes de julio y que sabes que se quedará contigo todo un verano, a pesar de los X-Men, del perro Pancho y de la ¿maldad? de Maléfica. 


María y José Ribeiro son emigrantes portugueses que viven en París, en la portería de un edificio de gente adinerada. María trabaja como portera del inmueble, y José trabaja como encargado de albañilería en una constructora. Con ellos viven sus hijos, un adolescente nacido en París y con poco apego a lo portugués, y una joven soñadora que se enamora de quien menos se esperan. Los Ribeiro son una familia querida en el barrio y cuando surge la posibilidad de regresar a Portugal, todos los que los conocen harán lo imposible para que no se marchen, pero ¿y ellos? ¿querrán regresar?


La película está dirigida por Ruben Alves, un joven director francés de ascendencia portuguesa, que se define como autodidacta y que además ha participado en el guión de ésta, su ópera prima, que ha revolucionado a Francia y Portugal. 


Yo he querido hacer una película de la manera en que la hacía cuando no contaba con una gran productora detrás, dándole  importancia a las imágenes y sobre todo a crear una emoción, dice Alvés. Lo más difícil ha sido trabajar con una producción francesa y crear un universo portugués, con actores portugueses, que además eran desconocidos. El único actor conocido es Joaquín de Almeida. Pero conseguí lo que quería: La autenticidad. Y para conseguir esa autenticidad, tenía que ser así. 


La Jaula Dorada es una película llena de nostalgia, presentada de forma muy natural y con mucho sentido del humor, y en ella se trata el tema de los emigrantes portugueses en Francia. Está cargada de sutilezas, también de tópicos, de choques culturales, de guiños, y no va más allá de las relaciones y valores familiares, del trabajo y de la amistad, y de cómo en el momento más inesperado ocurre un acontecimiento que te hace debatirte entre dos opciones: Una que cambiará tu vida para siempre, y otra que cambiará tu día a día tal y como lo conoces. Ambas elecciones tienen sus pros y sus contras, y más aún, cuando son dos generaciones con visiones bien distintas las que se enfrentan a ellas.


No es sólo una comedia, comenta Alves. Trato de dar un equilibrio entre la emoción y el humor. Una profundidad. No me vale la risa sólo por la risa. En la película quería mostrar que son las propias personas las que, en la mayoría de ocasiones, se crean sus propios problemas. Yo doy mucho valor a no perder la identidad. Puedes irte a otro país, aprender otros valores, pero nunca perder tu identidad, y eso trato de reflejarlo en la película. En Portugal ha sido una explosión y la han aceptado como portuguesa, pero no es una película portuguesa, es francesa, quizá la película francesa más portuguesa de todos los tiempos. Y vale, es una familia portuguesa en París, pero también podría ser una familia española en París. Somos ibéricos, portugueses y españoles, y compartimos los mismos valores. 


El resultado de la película es importante, continúa Alves, pero lo que estamos viviendo también, les dije a mis actores. He procurado que nadie sea una estrella, sino que todos sean iguales en el plató. Hemos estado todos juntos, y sufriendo lo que todos sufrían a la vez, la lectura de un texto, la primera interpretación de uno de ellos… Y todos participábamos de los sentimientos de todos. Es muy orgánico. Es un trabajo más humano porque al sentirnos todos bien y a gusto, podemos dar mucho más. Era importante crear esa complicidad y ese ambiente para la película. Ser actor, me ayudó a comprender eso y a querer hacerlo así. Ahora, cuando veo la película, no me gustan algunos planos, ni algunas secuencias, ni alguna fotografía, pero las emociones están, el mensaje que quería dar con los personajes está, y eso es exactamente lo que tenía en esta cabecita. 



La jaula dorada cuenta con el Premio del Público 2013 de los Premios del Cine Europeo y ha sido nominada como mejor ópera prima en los Premios César de 2013. 

Lo que algunos críticos dicen de ella (Fuente:filmaffinity)

El éxito de la película reside en su inteligente y divertido guión y en una actuaciones muy bien llevadas por un elenco portugués y francés que aporta vida a la historia y a su sentido del humor de una manera auténtica. 

Comedia amable pero de andar por casa. 

Es tan divertida y tan británica como, por ejemplo: Los apuros de un pequeño tren. El filme de Alves se mueve entre el buen rollo intercultural y la bonhomía descriptiva de personajes. 


Yo fui a verla el sábado pasado y conseguí exactamente lo que deseaba, pasar un buen rato en el cine. Me vino a la cabeza, por comentar alguna similitud con alguna película, aquella vez hace años que fui al cine a ver Mi gran boda griega. Ambas películas no tienen  nada que ver, pero a la vez tienen mucho que ver. Al menos es la sensación que tuve. Leyendo varias entrevistas del director en las que habla que ha tratado de transmitir sentimientos y emociones, a mí me llegaron todas y cada una de ellas, y también me reí, y mucho, y me emocioné, como se emociona la hija de la protagonista cuando escucha el fado  en la taberna a la que la lleva su novio. Y el trabajo de los actores me pareció magnífico. Puede parecer una película llena de simplezas, pero son esas simplezas las que la hacen grande.



Punto y  seguido