viernes, 11 de abril de 2014

LA CIUDAD DORMIDA



¿Qué línea separa el dentro del fuera, el 
estruendo de las ruedas del aullido de los lobos?
Las ciudades invisibles, Italo Calvino

No existe la ciudad de Ramila, aunque todos, alguna vez, hayamos creído divisarla al otro lado del mar, como un espejismo, en el sueño de una siesta interminable. Desde esa lejanía, Ramila pudiera parecer una ciudad hermosa, el cuerpo de una mujer con los brazos extendidos, pero una vez dentro, esa percepción desaparece y solo queda el polvo, una bruma compacta y seca que sube de las alcantarillas, se incrusta en el paladar y deja un persistente olor a pachuli y a grasa recalentada.


Imaginamos los barrios Este y Oeste prolongados hasta el mar desde las Montañas del Norte. En Este duermen los poderosos de Ramila: clérigos, duques, notarios y mercaderes se reparten por parcelas en casas con jardín y piscina. En Oeste viven los empleados, los desempleados y los viejos, apiñados en habitáculos sin rivalidad ni codicia. Las Montañas del Norte conforman el límite norte de la ciudad, sin senderos ni caminos que las recorra. Nadie las cruzó jamás. Tan poderoso influjo ejerce la ciudad sobre sus habitantes, que nunca, ninguno de ellos, planeó huir de Ramila.  



Ellos, los habitantes, se levantan tarde, se visten con sus trajes típicos y bajan a la Plaza de la Confluencia, el corazón de Ramila. Desayunan admirando las cuatro torres de su catedral neogótica, las arcadas del Palacio de los Obispos y la Columna de los Arabescos, levantada en el patio del museo del Hijo Predilecto a la salud del que fue HIJO PREDILECTO de Ramila, un cacique que construyó el cementerio hace más de mil años. Todos pasan por ese patio en algún momento del día,  lo transitan mirándose unos a otros sin dejar de hablarse. Esta es una de sus cualidades: tener siempre algo que decirse. No aman, dicen que aman.

Los jueves llega un barco a Ramila. Sus habitantes dejan sus ocupaciones y acuden al puerto, a los pies de la plaza. Ayudan en la descarga de mercancías y reciben a los pocos viajeros. Los del barrio Este ofrecen sus casas con patios de chilindros y cortinas de arpillera; los del Oeste les requisan enseres y equipaje. Desnudos, los recién llegados, son conducidos a la catedral, donde se les lavan y perfuman, se les viste el traje típico de paño negro y se les obsequia con una copa de vino francés. Algunos viajeros ven en este trato el paradigma de la hospitalidad, el reflejo de una sociedad que ha sabido conservar sus valores. Otros, simplemente, se arrepienten de haber venido. Pero unos y otros se quedan para siempre, se les busca un lugar donde dormir y se les proporciona alguna ocupación. Nadie ha querido nunca salir de Ramila, y si lo han intentado, no han sabido cómo hacerlo.

Todo fluye de forma espontánea, con una desgana tan obsesiva que a veces pudiera confundirse con entusiasmo, aunque, por supuesto, aquí no exista nada parecido. Todo es suave y amorfo y el único esfuerzo, el mínimo, consiste en mantener este orden singular, esta extraña conformidad de irse adaptando a cada nuevo día y con él, transformarse hasta parecerse a si mismo y a su anterior. Porque no existe futuro ni pasado, como en un sueño, todo es hoy en Ramila, todo acaba y vuelve a comenzar, al caer la tarde o al inicio de cada día, como en un sueño.



 Solo las ratas parecen preocupadas por el futuro. Todas las noches, con el último sol y después de cerradas las puertas de los barrios Este y Oeste, salen a buscar su comida. Recorren las plazas, los restaurantes, los teatros, buscando y royendo todo lo que encuentran, aunque ese todo sea cada vez más escaso. Quizás movidas por esa escasez de alimentos han comenzado a invadir el cementerio y ya algunos muertos, los del barrio Este, han sido rescatados por sus familias, y vuelven a ocupar las casas donde habitaron.

Las ratas, por impulso creativo o simple instinto de supervivencia, han empezado a construir una nueva ciudad en el cementerio de Ramila, con estrechas galerías y pasos subterráneos que comunican los antiguos nichos sin tener que salir al exterior. Nuevas casas/dormitorios para futuros viajeros. Estos nuevos pobladores tendrán asegurado un lugar digno donde seguir durmiendo, y ellas, las ratas, guiadas por su profundo sentido de equilibrio y compensación, habrán contribuido a que nuestro sueño no los olvide, a que la ciudad nunca desaparezca.


imágenes: giorgio de chirico



Punto y seguido

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