lunes, 23 de diciembre de 2013

LA (DOBLE) VIDA DE ADÉLE



Hace un par de sábados vi en el Albéniz La vida de Adéle. Ustedes ya sabrán de qué va la peli, ha habido un gran revuelo con las escenas de sexo explicito y con el intercambio de acusaciones entre su director,  Abdellatif Kechiche, una de las actrices y algún que otro periodista. Pero la peli es estupenda, no se la pierdan. Está bien contada, magníficamente interpretada y te llega, o por lo menos a mí me llegó. Quiero decir que habla de algo tan amplio y a la vez tan concreto, tan vulgar y a la vez tan elevado, como el amor. Sí, es una peli romántica, no típica romántica de las románticas de toda la vida, sino romántica auténtica, de las de verdad de cualquier época, ciudad o sexo. Lo que les decía, que habla de amor, del descubrimiento, esplendor y herida del amor. Porque tiene tres partes, o capítulos, donde transcurren unos pocos años de la vida de Adéle.





La adolescencia es el descubrimiento. Vemos a Adéle correr hacia el autobús de su instituto, la vemos en clase con las amigas, o en un cuarto follando con su novio. La vemos comer, fumar, dormir, ir a manifestaciones, rehacerse continuamente su cola de caballo. El descubrimiento es Enma, la chica del pelo azul. Y con Enma llega el esplendor en la hierba, el éxtasis, la complicidad, el abandonarse a y el refugiarse en. La plenitud. Por último está la herida: la mentira, la ruptura, la lucha para que nada cambie, por atrapar el amor. Después la aceptación y el recomponerse.



La cámara sigue a sus actrices, registra cualquier gesto o mirada, está siempre vigilante. Adéle, Adèle Exarchopoulos, se presta, parece indefensa, ¿la actriz? es la virgen en la pira del sacrificio a punto de inmolarse ante nuestros ojos, ¿el personaje? Es difícil separar a las dos Adéles. También se presta  Enma, Léa Seydoux, aunque es a Adéle a la que más busca la cámara. Enma tiene sus recursos, sus normas establecidas que la protegen y le permiten crear un escudo ante nuestra mirada y nuestras opiniones.


Al igual que Diane Keaton en Annie Hall, o Romy Schneider en Lo importante es amar, o Ingrid Bermang en Te querré siempre, películas donde se funden y confunden actriz y personaje, donde sería difícil separar qué parte de sus actuaciones corresponden al personaje que interpretan y qué a la propia realidad de la actriz en el momento de interpretarlo. El personaje interpretado Adèle Exarchopoulos se mantiene en la misma línea de exigencia y de simbiosis, de anular para crear o también, por qué no, de crear a partir de la propia experiencia.


Vemos crecer a Adéle y no sabemos cuál de las dos, actriz o personaje, es la que crece. La vemos gozar, sufrir, mentir, llorar, extasiarse y nunca reconoceremos a la auténtica. Es un juego peligroso, un salto al vacío sin vuelta atrás del que solo una de las dos, la única, saldrá recompensada de la experiencia, con las heridas ya cicatrizadas, dispuesta a empezar una nueva vida o una nueva película. 


Vemos a Adéle alejarse calle abajo, sola, dándole la espalda a aquellos cuadros que la retrataron en otra época, la Adéle que solo fue por unos años, meses u horas, un tiempo que ha dejado de pertenecerle. 


Miguel Núñez
Punto Y Seguido

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