lunes, 4 de agosto de 2014

LOS HÉROES DE LA FRONTERA



“A mí lo que me llena la vida y me trae loco es un ruido malva y áspero que oigo por las noches, no importa que algunas veces se contagie con el gruñido verde de unos jadeos medio asfixiados. Eso es, un ruido malva, para mi la vida, lo mismo que para ti mirar papeles y darle vueltas a los periódicos atrasados.”

Encontré el libro a mediados de Julio en el pretil del paseo marítimo de Huelin, cerca del chiringuito El Corral de la Pacheca. No se sí fue abandonado allí por un dueño sin escrúpulos como esos que abandonan a sus mascotas antes irse de vacaciones, o si se trataba de un simple olvido de playa. "Soler, Los héroes de la frontera", leí en el lomo. Me bajé de la mountainbike y me senté a su lado indeciso, como un hombre tímido que se sienta al lado de una chica guapa cuya simple belleza lo imposibilita para iniciar siquiera una conversación de ascensor con ella. Después de tres o cuatro minutos intentando leer de reojo la sinopsis y unos tragos a una bebida isotónica, pudo más la curiosidad y cogí el libro. 



Al ver la ilustración de la portada instintivamente busqué la chimenea de la antigua fábrica de ácido sulfúrico La Cros y mucho más al fondo la Mónica. Lo hojeé entre mis manos y comprobé que no tenía marcapáginas, ni esquinas dobladas señalando el último punto en la lectura, y aunque el libro estaba bastante envejecido y tenía indudables señales de uso, juraría que las últimas páginas jamás habían sido leídas. Decidí esperar por si aparecía su dueño para reclamarlo, ansioso, tal vez, por conocer el desenlace de la historia que escondían aquellas hojas. Y como no hay nada más socorrido para una espera que un libro comencé a leerlo.


Todo lo que perdí me pertenece. 

Juan Manuel Villalba

Es la cita con la que Soler nos introduce en su novela, y cuya profundidad se alcanza a comprender conforme se avanza en la lectura y se conoce a sus protagonistas (pobre Solé, que un día lo tuvo todo, una hermosa mujer a su lado), pero que a mí, sentado en el pretil del paseo marítimo con el libro entre las manos, lo único que me planteaba eran dudas sobre mi derecho de propiedad sobre el mismo.

Los Héroes de la Frontera (1995), distinguida con el Premio Andalucía de la Crítica, fue la segunda novela del escritor Antonio Soler. Un cuento oscuro donde los sueños de los personajes se hunden en la miseria de los corralones de una Málaga en blanco y negro. La excepcional prosa de Soler nos sumerge con un sutil aire poético en el realismo más sucio de una época de fábricas de altas chimeneas humeantes, barrios en decadencia y pobreza, mucha pobreza. En ese microcosmos formado por algunas de esas fábricas, una taberna, una plaza, unos corralones, un kiosco de playa, una barbería, el mercado del Carmen, se mueven los personajes principales de la historia. Solé, un escritor fracasado que vivió tiempos mejores, se convierte en el confidente de las revelaciones del ciego Rinela, un personaje de rostro escalofriante y el alma podrida, obsesionado con un ruido malva y áspero. Un ciego que parece ver más que el propio Solé, y que será testigo de una macabra escena de extrema violencia, puro gore que la pluma de Soler materializa en toda su crudeza. Un cuento novelado con atmósfera de taberna mugrienta y plagado por toda una fauna de personajes secundarios: fracasados, borrachos, enfermos, desamparados, pero cada uno de ellos con la indiscutible firma de Soler en el alma. 

Después de treinta y tantas páginas al sol y embriagado como el ciego Rinela por el ruido malva y áspero, miré a un lado y al otro, cerré el libro y lo guardé en la mochila. Ahora su dueño era yo, dijese lo que dijese el verso de la cita de Juan Manuel.

Pedaleé hasta el final del carril bici y me detuve frente al solar de La Térmica y su chimenea con el “NO a la GUERRA”. Recordé aquellos lejanos domingos de playa en que de niño me bañaba en la balsa de agua caliente junto a la fábrica y me parecieron tan irreales que sentí vértigo.


“Esos papeles siempre hablan de cosas que ya han pasado y que no tienen remedio. Y las letras esas que traen son como las cruces de un cementerio. A lo mejor por eso es por lo que te gustan, Solé.”

Leí el libro en dos tardes de playa y tras unos días en la estantería junto a “El nombre que ahora digo” y “El camino de los ingleses” supe que aquel no era su sitio, que el libro no me pertenecía. Un sábado por la mañana, después de hojearlo una última vez, lo dejé donde lo había encontrado y me fui a tomar el sol. Regresé pasadas cinco o seis horas con cierta curiosidad por saber si el libro seguía en el pretil o rodaba por el suelo pateado por los transeúntes. El libro no estaba y en su lugar había sentada una chica guapa, absorta en el Smartphone que sostenía con ambas manos. Me senté cerca de ella, miré a un lado y al otro y me sequé el sudor de la frente. Qué calor, no, dije. Ella se levantó en silencio, sin apartar la mirada de la pantalla, sin darle descanso a sus pulgares, y se alejó caminando despacio por el paseo marítimo.

“Veinte mil olas por día siguen rompiendo en la playa, lamiendo la arena, o estrellándose contra el saliente de las rocas…”

Me senté de cara al mar y al mirar hacia la playa no me sorprendió descubrir el libro, medio enterrado en la arena, a unos escasos dos metros de mí. Y ahora qué, Solé. Ahora qué, me pregunté.

Mauricio Ciruelos
Punto y Seguido

8 comentarios:

  1. Un libro enterrado en la arena de la playa es como un mensaje en una botella flotando cerca de la orilla...o más. Gracias, Mauri.

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  2. Genial Mauri, espero que no lo dejaras abandonado en la arena. Quiero que me lo prestes. Me ha encantado tu reseña.


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  3. Gracias. Loli. Aunque estoy seguro de no ser su legítimo dueño, el libro permanece en mi poder, y a tu disposición cuando desees.

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