Sentada en mi silla de playa observo sin querer, o queriendo para qué mentir, el libro que lee la mujer rubia del sombrero de paja que está tumbada en la arena a escasos pasos de mí.
El libro debe pesar, y temo que se le caiga encima y se le cuele una hoja, una frase o el nombre del autor, en el ojo que mantiene abierto. El ojo cerrado trata de vencer al sol y se esconde. La portada del libro me es conocida y mucho. Se trata de La verdad sobre el caso Harry Quebert, que ya leí el verano pasado y del cual hice una reseña. (Para los interesados en leerla, PINCHAR AQUÍ). Entretenido, me digo, (y os digo). Y, aunque estoy tentada de contarle quién fue el asesino de Nola Kellergan, decido dejarla con la intriga que resolverá en unas trescientas páginas, y desvío mi atención hacia mi siguiente objetivo: El libro que lee el señor que se ha llevado su silla a la orilla.
Me acerco como quien no quiere la cosa. Llevo un cubito en la mano y a uno de mis sobrinos en la otra. Haz un castillito aquí, le digo al niño. Él obedece y recoge la arena con su pala. Su tía obtiene el margen visual necesario para, tras asomarse por encima del hombro del señor con sombrero, poder leer algunas líneas del libro que lo tiene tan absorto:
Cuando ya pensaba que nada distinto iba a suceder y que su vida iba encarrilada -como iban encarriladas las vidas de todos sus amigos treintañeros- se dio cuenta de que todo podía cambiar en un suspiro…
Lo admito, en verano, más que en ninguna otra estación, me convierto en espía. Pero no en una espía cualquiera, de esas que intercambian información relevante entre una país y otro. No, yo no soy de esas, aunque ser una agente doble tipo Sydney Bristow de la serie Alias, debe tener su aquel. El caso es que soy espía de libros. Me gusta cotillear lo que la gente lee en sus ratos de ocio, pero sobre todo, lo que lee en la playa. Me pavoneo, me contorsiono, me agacho y me recojo, lo que sea, con tal de averiguar ese título y esa portada que alguien devora y que yo quisiera hacer con el mismo ansia.
Este señor leía, por si sois tan curiosos como yo, un libro de relatos llamado Manhattan por el retrovisor, del escritor sevillano José Luis Ordóñez. Y que, recomiendo absolutamente, si sois amantes del cine, de Manhattan, de los relatos y de la buena lectura. (Podéis leer aquí la reseña que hice de uno de sus últimos libros: Madera podrida sobre un clavo oxidado. PINCHA AQUÍ).
He dejado al niño con su madre y vuelvo a la carga. Esta vez está la cosa menos complicada. Un hombre duerme y un libro vela sus sueños. Apuesto a que se trata de un clásico. Dickens, pienso. Tal vez, Dumas. O Shakespeare. Son libros que la gente aprovecha para leer en verano. Ya me he encontrado con alguno, por esos rincones de arena, con Guerra y Paz entre las manos, o con Los Miserables en el regazo, y a más de una abrazadas al Conde de Montecristo o a La Regenta. Aunque hay quienes prefieren libros ligeros de autoayuda o de amores, y los que no se resisten a los misterios de Agatha Christie, o a la poesía de Bécquer. También me he encontrado por ahí biografías de todo tipo. Pero no, este hombre no leía ninguno de esos, este hombre se había decantado por el maestro Gabo y sus Cien años de soledad.
Locamente enamorados al cabo de tantos años de complicidad estéril, gozaban con el milagro de quererse tanto en la mesa como en la cama, y llegaron a ser tan felices, que todavía cuando eran dos ancianos agotados seguían retozando como conejitos y peleándose como perros.
Sí, por supuesto también me encuentro libros electrónicos en mi deambular playero en busca de títulos devora lectores. Aquí para averiguar hay que ir a lo directo. ¿Podría recomendarme el libro que está leyendo? La mujer gira la cabeza, sonríe y dice: Orgullo y Prejuicio. Y ahí, me ha ganado de todas-todas, porque es uno de mis libros favoritos, mi libro fetiche, etc etc. Declarada Austeniana convencida y practicante, me presento y le pregunto si ha leído los demás. Por supuesto, dice, Persuasión es mi favorito. Y ahí es cuando le cuento que yo estuve en Chawton, en Bath y bla, bla, bla. Durante nuestra charla soy consciente de que me he perdido muchos títulos de gente que cierra sus libros, los guarda en el bolso y se lanza al agua a chapotear un rato, pero a veces merece la pena el sacrificio, no siempre se encuentra una con lectores tan afines.
No hay nada que me guste más que pasar un día en la playa, o sí, pasar un día en la playa y espiar los libros ajenos, descubrir títulos y autores desconocidos, o comprobar que los conocidos también son devorados por extraños y no sólo por mí. Seguramente me cruzaré con otros que sean como yo y que tratarán de cometer su hurto, si no se lo pongo muy difícil, con el título que tengo entre mis manos, o el autor que me ha robado las ideas, porque algunas de las frases que leo me las han tenido que robar, da igual si Jane Austen, Baricco, o Busutil, esas frases tan magníficas y ocurrentes debieron ser mías, ¿y acaso no lo son? ¿Acaso no se hace dueño el lector de ellas cuando tiene el libro en sus manos y está sumergido en esa historia que parece haber sido escrita única y exclusivamente para él? Igual es que soy una rara, ¿a que va a ser eso?
Tomo asiento en mi hamaca, inclino la sombrilla, me relajo mirando al mar, por supuesto con un mojito o una piña colada, lo primero que haya salido de la nevera, y entonces saco mi libro de la bolsa de playa. Miro a un lado y al otro. Nadie parece observarme pero yo sé que están atentos y se preguntan qué libro es el que tengo entre manos en este momento. ¿Será La Princesa de hielo de Lackberg? ¿El malentendido, de Nemirovsky? Dejo que el misterio prosiga y oculto el título, a conciencia, con la toalla. ¿A que va a ser La mujer loca de Millás? No, ese ya debe haberlo leído, dirán los más osados. Ya está. Será No digas noche, de Amos Oz. No, no, no, ya lo tengo: Una habitación propia, de Virginia Woolf.
Lo cierto es que podría haber sido cualquiera de ellos, desde el que estaba leyendo aquella mujer del sombrero de paja que os contaba al principio, hasta la habitación de Virginia, pero en esta ocasión, y siendo veranito y a puertas de mi gran viaje, por si a alguien le interesa, lo que hoy estaba leyendo en la playa era una guía de Nueva York. ¿Las guías también cuentan como libros? En verano, amigos míos, (no sólo en verano, pero en verano aún más por aquello de tener más tiempo de ocio, de relax, etc), cabe leer cualquier cosa, todo es digno y bueno, si te divierte, te relaja y te dejas llevar. O seré una rara, ya os decía.
Elegir un libro o que el libro te elija a ti, sea el que sea, de la condición que sea, pero:
¡Oh, leer, qué gran, qué divino, qué placer!
Punto y seguido
Nota: En la bolsa también había un par de libros, de los de leer, os digo los títulos, para no alimentar intrigas: Ventanas de Manhattan, de Muñoz Molina, y Ruth de Elizabeth Gaskell.
¡Fantástica nota, Isa! Yo también soy de las que roban títulos en la playa, en el metro, incluso en las librerías... Creo que este artículo es sumamente excitante y dudo que alguien lo lea y no le entren terribles ganas de leer. :)
ResponderEliminarMuchas gracias, Tes :-) La verdad es que mi cleptomanía también se extiende a dichos lugares, ¿nos habremos encontrado por ahí como ladronas de guante blanco tratando de llevarnos el mejor título de entre todos? ¿Quién sabe? El caso es que cuando encuentro uno interesante, no dudo en anotarlo y en buscar referencias, a veces te llevas un chasco, pero otras, y esas son las mejores, puedes encontrar el libro de tu vida.
ResponderEliminarBesitos y Feliz Verano.