Habíamos quedado para
hablar en una cafetería del centro la tarde en que
firmábamos nuestro divorcio. Nos saludamos como viejos conocidos después de un
tiempo sin verse y fuimos a sentarnos en una mesa apartada junto a las cristaleras.
Ella tuvo el detalle de no mencionar a Marta. Yo por mi parte eludí referirme a
nuestro piso.
Tomamos café. Animado me pedí una copa de coñac y le pregunté si le apetecía acompañarme. Ella meneó la cabeza con una sonrisa. Parecía contenta de que todo se solucionara amablemente. Hablamos del futuro, de lo bien que se lo habían tomado los niños. Aunque ya no son tan niños, dije. Ellos saben, entienden.
Tomamos café. Animado me pedí una copa de coñac y le pregunté si le apetecía acompañarme. Ella meneó la cabeza con una sonrisa. Parecía contenta de que todo se solucionara amablemente. Hablamos del futuro, de lo bien que se lo habían tomado los niños. Aunque ya no son tan niños, dije. Ellos saben, entienden.
¿Qué entienden?, preguntó sin apartar la vista de mi copa. Creo
que no lo entienden ni les importa. Solo lo aceptan porque no les queda otra.
Después se calló. Los dos nos callamos.
Era una tarde de frío. Por delante del cristal, veíamos cruzar a la gente aterida y veloz. Nadie nos miraba, nadie sabía quiénes éramos. Entonces
pensé que era un error estar allí. No éramos viejos conocidos, sino dos
desconocidos que durante un tiempo creyeron que podían dejar de serlo.
Ella llamó al camarero. Dejó una monedas sobre la mesa y se
puso el abrigo. Procura que no se te haga demasiado tarde, dijo después de
echar un último vistazo a mi copa.
Fotografia: Ferrán Freixa
Miguel núñez ballesteros
Punto y seguido
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