La cama venía de atrás. Era la cama
de nuestros padres. Lo nuestro no era un matrimonio, aunque cuando ellos nos
dejaron nos diéramos el sí. Nos acostumbramos a limpiar juntos el dormitorio.
Dejábamos la cama para el final. Cuando tapábamos la almohada con el piqué
blanco de la colcha, nos mirábamos e intercambiábamos nuestra tristeza insomne.
Al principio, al caer la tarde, ella cogía su labor y avanzaba por el pasillo,
se detenía frente al dormitorio cerrado
y tejía sonámbula mirando la puerta de roble. Yo seguía el rastro de la hebra
en el pasillo oscuro que llevaba mi mirada hasta sus pies. Un día, de forma
simple, se decidió a abrir, entrar y sentarse sobre la cama con sus agujas
incansables. Desde ese primer gesto, fue tejiendo un arrullo gris de días y
noches con las madejas que yo le llevaba, no devolvió ninguna. Los ovillos
saltaban sobre las sábanas, sobre la colcha, a veces se zambullían en el orinal
vacío. Me gustaba verlos jugar en la cama. Ella tejía también con sus ojos la
brusca manera de detener mis pasos junto a la puerta y me devolvía por el
pasillo a la salita, desde donde adivinaba el tintineo de las agujas y el
deslizarse de la lana. Una vez tuve sed y al ir a servirme un vaso de agua, oí fuera un estrépito de cristales rotos, de
platos desconchados. Ella, que también había sentido el ruido, me permitió
quedarme dentro de la habitación, sentado junto a la ventana. El frío también
vino de fuera. Acompañado de un borboteo de televisor de madrugada, se coló bajo la puerta de roble e inundó el
dormitorio hasta el límite de la cama. La frontera fue el hierro de la cabecera
y los pies. Era un frío tan helado que nos tapamos con las sábanas, la manta, la colcha y el arrullo gris que mi
hermana tejía. Fue la excusa ineludible para la inmovilidad. En la cama
teníamos todo lo que necesitábamos: ella tejía sin parar la lana y los
recuerdos; yo miraba sus manos tejiendo y destejiendo para volver a empezar. Y
no nos incomodábamos en nuestro mutuo tejer y mirar, lejos del frío. Había
sitio para todos los que alguna vez estuvieron. Creo que en nuestra cama cabían
más de ocho personas sin estorbarse.
Inmaculada Reina
Punto y Seguido
Felicidades, Inma, por este relato tan emotivo que has creado. La ausencia y el calor del amor cierto. Creo que es extraordinario todo lo que transmite sobre soledad, el duelo no superado y muchas más cosas.
ResponderEliminarMuchas gracias, Ximens. Me encanta que te gustara: sé que eres muy exigente.
ResponderEliminarSolo me ha costado un año entender el por qué concretabas con un ocho en la frase final. Muy bueno e inquietante, Inma.
ResponderEliminarGracias, Mauri. ¿Has estado leyendo literatura argentina?
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