Bella
Durmiente despierta de su sueño de años en la suite Presidencial del Hawai
Sunrise, exclusivo lupanar en las afueras de Madrid. Tambaleante recorre la enorme
habitación apoyándose en las paredes, muy despacio, arrastrando su larga capa azul
expansivo. En el salón Viridiana, bajo la espesa niebla que le produce un efecto
de euforia repentina, pregunta:
—¿Qué
hora es?
El
personaje de Bella bien podría haberlo interpretado Patricia Adriani en un
registro similar a su papel en Dedicatoria de Jaime Chávarri en 1980. Imaginen
la fragilidad de los gestos, la sonrisa que parece mantener a raya un dolor antiguo,
el adormecido resplandor de los ojos.
En
el salón, todos los figurantes se vuelven a mirarla. Una sonrisa de lasciva impaciencia
se les dibuja en los rostros y agitan entre los dedos una chapita metálica con
un número rotulado en purpurina. Los asientos atornillados al suelo, los
aspersores de humo ocultos bajo los apliques.
—Es
la hora de la siesta—, interviene Madame Maléfica desde el centro de la sala,
terminando de repartir chapitas y preservativos.
Este
personaje hubiera sido perfecto para Lola Gaos, inolvidable Saturna de Furtivos
o, si me apuran, por el Anthony Perkins disfrazado de su propia madre en Psicosis.
—Vamos,
querida— le dice a Bella tomándola del brazo y, recogiéndole su larga cola, la
acompaña de vuelta al dormitorio.
Ya
en la cama, en plano medio, los rostros apenas iluminados por la débil luz
proyectada sobre un vaso de leche, Bella ingiere una a una el surtido de
pastillas que Maléfica le proporciona en una pequeña bandeja de plata. Apenas
se adormila, pregunta por su príncipe.
Maléfica
se acerca a la cabeza (primerísimo primer plano de la boca rozando la oreja,
recorriendo la mejilla y la comisura del labio) y le susurra:
—Duerme
querida, él no tardará en volver.
Seguidamente
la cubre con su capa y descuelga el auricular de baquelita de un teléfono
colgado junto al cabecero
—Don
Luís, podemos continuar.
Don
Luís, con monóculo y alzacuellos, intenta aparentar un personaje anodino. Se
escurre, se niega a ser fotografiado y apenas habla con sus colaboradores. Puede
ser un príncipe y también un embaucador, un conseguidor, o un simple intermediario.
Ricardo Darín lo haría perfecto si no fuera argentino. Desde su sillón en una
plataforma elevada, oculto tras los cortinones del salón, toma su megáfono y se
dirige a los figurantes:
—Vamos,
no me lo pongan más difícil. Muéstrenme que son capaces de algo parecido al
entusiasmo. Háganselo creer a esa infeliz o créanselo ustedes mismos. Venga, pónganse
en pie sin apelotonarse y que entre el primero.
Foto: Alberto García Alix
Miguel núñez ballesteros
Punto y seguido
Siniestro y turbador cuento cinematográfico donde el único punto de color se diluye en la narcótica neblina gris que inunda toda la secuencia, eliminando toda esperanza de que un príncipe pueda liberar a la protagonista de su pesadilla.
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