Me
asumo fan de Samanta. «Pájaros en la boca» viaja conmigo. De España a
México. De México o Panamá. Por eso el año pasado, en cuanto pisé Málaga, lo
primero que compré fue «Siete casas vacías», libro de relatos (cuentos, para Latinoamérica) que recibió el
Premio Internacional de Narrativa Breve Rivera del Duero.
El
libro premiado está compuesto por seis relatos. El séptimo que incluye el
libro, titulado «Un hombre sin suerte», obtuvo el Premio Internacional de
Cuento Juan Rulfo 2012. Se nota en la diferencia de tono y en el tipo de
historia, que no formaba parte del grupo de «Casas». Se trata de un cuento de
estructura clásica, narrado en primera persona por la protagonista, que nos
cuenta un suceso de su infancia sobre un hecho inquietante, con un final
inesperado pero no tramposo. Este cuento, como ya dije, está muy bien, pero
desentona un poco con el resto, relatos marcados por la atmósfera y esos
personajes que, al estilo Schweblin, caminan por la cuerda floja y se mueven
entre la normalidad y lo sorprendente.
Las
seis «Casas» que componen el libro que se alzó con el Rivera del Duero tienen mucho
de su estilo, pero se diferencian de «Pájaros en la boca» que es un libro entre
divertido y asombroso. El tono general de éste está marcado por una atmósfera
más densa, más turbadora, de personajes que al contar manifiestan dualidad
tanto en sus palabras como en sus acciones, que no terminan de conocerse, pero
que nos invitan a entrar para ver si nosotros somos capaces de, espiándolos,
descifrar un poco de sus psicologías. Son relatos que finalizan como entre
nubes, que dejan más sensaciones que certezas. Tal vez eso es justamente lo que
más me gusta, lo que no se dice, lo que no se explica, los simbolismos que
aparecen en el subtexto, casi en la sombra, y esos finales sin fuegos de
artificio. Posiblemente es su respiración, la cadencia de las frases, que me
recuerda a la mía, y me resulta más cercana, como cuando leo a Andrés Neuman.
La
primera vez que leí «Siete casas vacías» me pareció desigual, como que el
primero y segundo relato eran muy superiores al resto. Luego, en la segunda
lectura, me di cuenta de mi error. El problema es que a los cuentos de Samanta yo
me los bebo de un tirón, sin respiro, sin darles tiempo de maceración, pero sin
dejar de ser una lectora crítica. Su prosa es tan atrapante que uno no se
detiene a pensar. Son casi como una droga donde se quiere más, como si en vez
de cuentos fueran capítulos de una novela de suspense. Por eso mi consejo es
que los lean nuevamente, con más calma, para poder degustar aquellos que, tal
vez, no les hayan parecido tan buenos al principio.
Debo
decir que el primero del libro, «Nada de todo esto», me dejó sin aliento. La situación
que plantea por momentos es delirante y en otros surrealista, llevándonos a un
clima de humor angustiante, con un final en cierta manera inesperado. Está contado
por la hija de la protagonista, y de manera indirecta, vamos conociendo esa
relación madre-hija.
El segundo, «Mis padres y mis hijos»,
nos enfrenta a la vejez y a la infancia con sus puntos en común, en medio de
una situación casi de comedia.
El tercero, «Pasa siempre en esta
casa», es un relato de atmósfera, una escena suspendida, como etérea. En mi
primera lectura confieso que ciertas cacofanías me distrajeron.
Ilustración de Helen Sear
El
cuarto, «La respiración cavernaria», es el más largo del libro, casi como una
novela corta por la forma en que está estructurado, y por el paso del tiempo. Algunas
partes me parecieron repetidas, incluso mi yo más crítico encontró ciertas
desprolijidades, como si hubiera necesitado alargarlo para cumplir con las
páginas que requería el premio. Pero es un relato excelente, y en la segunda
lectura le encontré sentido a todo. La tensión está centrada en las dudas de la
protagonista. Nos cuenta un narrador en tercera persona las acciones y
pensamientos de Lola, un personaje que vive entre el deseo y la realidad, una
realidad marcada por la pérdida de la memoria y el deterioro, que subsiste
desde la intuición.
El
quinto, «Cuarenta centímetros cuadrados», tiene una estructura interesante, con
saltos en el tiempo, y datos que desconocemos, contado en primera persona. Nos habla
de cómo nos sentimos en relación al mundo, qué lugar ocupamos, qué cosas nos
sostienen.
«Ellos estaban ahí para cuidar de sus cosas,
y a cambio sus cosas los sostenían (…) pero ella tenía las manos vacías.»
Del sexto ya hablé, es el que ganó el
Rulfo. La séptima y última casa se titula «Salir». Escrito en primera persona,
el personaje escapa, prefiere no hablar. Hay detalles que desconocemos pero
podemos intuir, porque lo importante no son esos detalles, sino el resultado de
no hablar.
Hasta aquí esta reseña de un libro que
vale la pena leer.
Ilustración de Helen Sear
Andrea Vinci
Punto y Seguido
Una reseña muy interesante y detallada, Andrea. Gracias por mostrarnos un poco de la decoración interior de estas siete casas vacías.
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