PRIMEROS DÍAS
El
miércoles 3/12/14 llegamos a Panamá. Las dos primeras noches paramos en el
Hotel Sheraton. Ahora estamos instalamos en un departamento del edificio
Pacific Sky, donde pasaremos un tiempo indeterminado. Mi marido llegó
descompuesto, por eso lo primero que miramos fueron las camas. No las del
Sheraton, claro. El olor a humedad y a transpiración humana impregnado en
sábanas, colchones y almohadas, junto con un pelo que saltó a la vista, nos
tira para atrás, y el aroma se queda instalado en mi nariz como un mal sueño. Yo
quería ponerme el short y las chanclas, pero tuve que dejarlo para después.
Primero estaban las compras de rigor y poner a trabajar la lavadora y la
secadora. Le tocó el turno hasta a las almohadas. Comprobamos que jamás habían
dado vuelta el colchón; el peso de dos metros por dos metros recae en Miguel.
Tras darlo vuelta huele a madera y de este lado una franja amarillenta lo
atraviesa, producto de las dos camas separadas que lo sostienen.

Todo tiene, hasta ahora, un dejo de irrealidad. La primera impresión
fue nocturna, de oscuridad y espacio abierto, de edificios que en nada se
parecen a un barrio. Adentro del hotel las chicas se pasean en vestiditos de
tirantas y minifaldas, en tacones altos y peinados de peluquería. Yo compruebo
que mi pelo, que en México estaba casi lacio, se eriza y crece como un pastel.
La ropa que llevo puesta es la que «me entra», más acorde a la temperatura del
DF que a esta. Afuera el calor y la humedad del trópico. Adentro todo luce casi
como una película. Por la mañana compruebo que se ve el mar desde la ventana de
nuestra habitación, gris como el cielo. Me pregunto cómo se verá con sol, si la
desembocadura del río-canal convertirá a este mar en un marrón platense. Dicen
que los panameños llaman a la temporada seca «verano». Se supone que comienza
en enero. Las piscinas de hoteles y edificios aún están vacías de gente, pero
llenas de agua. Yo me siento como en una isla. Salimos a caminar por los
alrededores del hotel. Enfrente, el Centro de Convenciones; un tal Adal Ramones
es el culpable de una fila interminable alrededor de toda esa manzana. Junto al
hotel, un Casino. Dos cuadras más allá, una lavandería. A la vuelta, una parada
de autobús. A esa hora ya no hay atascos. Desde el mar llega un aire un poco
menos denso. Decidimos sentarnos junto a un gran globo terráqueo a respirar
aire puro. En la esquina flamea la bandera, casi en la oscuridad. Durante el
día le saqué alguna foto, rodeada de pájaros.

Miguel y yo llegamos con resfriado. Seguimos estornudando. El mundo se
mueve en coche. Todos paran en la puerta. Los valet parking se apoderan del
volante. La gente entra, desconocen el calor, es casi una negación. Los edificios
de Punta Pacífica y San Francisco centellean desde mi actual ventana en el
edificio Pacific Sky. El «Tornillo», como llaman a
su edificio emblema, sobresale entre todos. Observo mi nuevo horizonte. Hacia
la derecha veo el mar y una avenida que trae luces rojas. Mientras miro a la
altura de mis ojos, desde esta 15º planta, todo parece un escenario perfecto.
Cuando la vista ya está llena de edificios, miro hacia abajo. A mis pies, a la
derecha, las topadoras escavan la tierra junto a un charco que pronto se
convierte en laguna. A mi izquierda, como un viejo barrio chino, una manzana irregular
de casitas de colores con techos de chapa, se resiste al desalojo.
PERDIDOS
Sábado 6/12/2014: suena el timbre antes de lo
previsto. Miguel se desespera, me hace salir corriendo, casi sin peinarme. Edith,
la agente inmobiliaria, nos invita a visitar un par de departamentos. Estamos
sin desayunar, aclaro. Yo no funciono sin café. Migue está sin teléfono. Le
trajeron un chip, pero no funciona, dice. ¿Vamos en su coche, Sr. Miguel? Sí,
contesta él, que sólo lo había metido en el garaje la noche anterior cuando un
compañero se lo dejó en la puerta. La obligo a elegir cafetería antes de salir.
Me pregunté por qué no nos llevaba ella que conoce el camino. Sencillo, porque
anda en taxi. Subir al coche fue una estupidez. Los departamentos a visitar estaban
a una cuadra… Uno era enorme y muy descuidado. El otro muy pequeño, agobiante.
Le aclaro que soy yo la que debe pasar tiempo en el lugar, y que tiene que
estar cerca de un supermercado. Edith es altísima, usa ropa elegante, o por lo
menos así le sienta. Cuando camino junto a ella soy un enano de jardín. Me
choca el trato: señora, señor. Cuando lo dice me acuerdo de mi madre: El señor
está en el cielo.

Tras
la visita nos vamos al Sheraton, Edith tiene que hablar con el jefe de Miguel.
El regreso no debía ser directo. Íbamos a recorrer la zona, pero no tenemos
plano, ni GPS, ni recordamos nuestra calle o nuestro edificio, sólo su nombre.
Y estamos incomunicados. Después de dar cientos de vueltas y no encontrar cómo
llegar al edificio donde vivimos, con Miguel insultando al tráfico, le sugiero
que entre en un Centro Comercial que sabemos está muy cerca de la que,
provisionalmente, es nuestra casa. Primero busquemos a Movistar, le digo.
Corrimos por los pasillos. Arriba, abajo. El muchacho del stand nos mira con
mala cara. Ya cierro, nos espetó sin levantar los ojos. Miguel abre el teléfono
y se lo muestra. El chico lo arregla sin dar explicaciones. Por fin podemos
hablar, pero mi idea es otra: que nos guie un taxista. Y fue la mejor. Eran
apenas unas cuadras, pero cómo dar con la calle. La ciudad está cruzada por
autovías, la costa es irregular, las referencias se desdibujan, la noche cae
rápido, a las 6 PM. Llegamos a la hora de la cena, y el domingo todo fueron
caminatas de orientación y visita al mismo Centro Comercial que nos había
salvado. Es importante saber cómo entrar y cómo salir de esta ciudad que en
principio se muestra poco amigable, tanto para el conductor como para el
peatón.

DÍA DE LA INMACULADA, DÍA
DE LA MADRE
Aquí es día de fiesta, no se trabaja. Miguel
propone recorrer la autopista e ir hasta la planta donde están sus nuevas
oficinas, para hacer un reconocimiento. Luego enfilamos hacia una zona
turística: el Casco Antiguo. El estacionamiento, frente al mar, es gratuito. La
zona es irregular. Mezcla de edificios rehabilitados con “conventillos” de
escaleras desvencijadas y olor a viejo. Frente a la Plaza Francia encuentro el
Centro Cultural de España llamado «La Casa del Soldado», que días atrás albergó
al Festival Ñ. Lamenté mi falta y me pregunté cómo sería andar sola por estas
calles, por la noche, buscando taxi. Estimo que si hubiera llegado sólo una
semana antes mi falta no sería tal, pero sólo estimo. Cuando levanto la vista y
veo la ropa tendida en los balcones, me acuerdo de Inma y saco fotos. Pronto
comienza a chispear. En una pequeñísima plaza, frente a una iglesia que sólo
conserva su frente en pie, nos refugiamos de la lluvia bajo las sombrillas de
un restaurante. Cuando amaina un poco, nos acercamos a otra plaza y buscamos
asiento en una mesa, bajo otra sombrilla. Pronto vuelve a llover. Almorzamos rodeados
de una cortina de agua. La comida va acompañada de patacones, plátanos verdes
aplanados y fritos. Lo que pedimos nos asombra. Lo imaginamos diferente. Con la
barriga llena emprendemos el regreso. Cuando llegamos al coche, la rueda
derecha trasera está pinchada. Parece otra mueca más de nuestra suerte.

POR AHORA, PACIFIC SKY
Desde este edificio salgo a ver otros, a
buscar nuestro próximo hogar. Algunos muy cerca. Sobre la ciudad sobrevuelan
grandes pájaros negros. Esperábamos gaviotas, pero aquí hay buitres. También
hay mirlos de un tono negro azulado que atiborran los árboles, y al atardecer
ensordecen ciertas calles, aunque de un sonido más agradable que las cotorras argentinas.
Encuentro el cuenco donde dejo los saquitos de azúcar lleno de hormiguitas
enanas. Hormiguitas que han trepado al piso 15, y que me producen un escozor
hipocondríaco. Miguel dice que la oficina está llena de ellas. No me extraña,
está al borde de la selva. El aire acondicionado cumple dos funciones: enfría y
seca el ambiente. Todos los departamentos que visito tienen área social, con su
piscina, la mayoría insignificante, y su gimnasio. Yo quiero esto y vista al
mar. Si se trata de pedir, pido. Pero nada me convence del todo. Finalmente
busco en internet, me canso de Edith, de su letanía: El señor dijo, El señor
quiere, ¿Cómo amaneció la señora?... Busco en el periódico. Las frases ordenan
las palabras al revés. Muchas arrastran el verbo al final. Compruebo que
utilizan sinónimos, y que el vocabulario está impregnado de lo limítrofe:
chévere y vaina son palabras que escucho a cada paso. También vocabulario
norteamericano, de cuando el canal era colonia. Este país tiene 3.800.000
habitantes, la mitad está en esta ciudad. Igual cantidad de hombres y mujeres,
y muchos descendientes de los esclavos negros, que entre etnia pura, mulatos y
zambos suman un 41% de la población.
La
gente contonea sus curvas enfundadas en jeans que yo encuentro calurosísimos.
Caminar por las calles en shorts es mostrar a destajo nuestra calidad de
turistas, y eso no es bueno. Ni el mar ni el calor otorgan libertad. La
formalidad inunda las calles de tacones altos y de vestidos paseanderos. Aquí
no hay playa, no se confunda. Las playas están fuera de la ciudad, o del lado
del Caribe. Me da igual, me calzo mi short y voy al supermercado. El 99% de los
productos tiene inscripciones en inglés. Me aterrorizo frente a los tomates. Un
tomate: 1 dólar. Algunas frutas, como las ciruelas, se venden por pieza, no por
kilo. Alguien nos cuenta que hay un Mercado de Abasto, que allí todo sale tres
veces menos. Será nuestro paseo tempranero de los sábados, no lo dudo.

Es
difícil encontrar el nombre de las calles. Los edificios no tienen número, sólo
nombre. Llega bien la correspondencia, me dice el custodio del Pacific Sky.
Algunas cosas nos orientan. La calle 50 y su «Tornillo», la Cinta Costera sobre
la Avenida Balboa, el Corredor Sur, el Hospital, el Multiplaza, el Multicentro.
La ciudad bordea al mar, lo abraza. Crece a lo alto, y poco a lo ancho. Tiene
unas cuantas cosas para conocer, no sólo el Canal. Más de lo que esperaba.
Como
dije antes, el mundo se mueve en coche. Encontrar gente caminando por las
calles es rarísimo, por eso llamamos la atención. Las calles tienen muchísimos
baches. Las aceras son mínimas. La sensación de barrio es inexistente. La vida
gira alrededor de los Centros Comerciales. El sol pega como un diablo y si
dejas un huequito sin protector, tendrás zona de fuego. Está comenzando el
verano.
Andrea Vinci
Punto y Seguido