Desde
hace diez años, la editorial La Fragua del Trovador, edita una colección de
cuentos llamada “Miradas de Navidad”.
Los cuentos se seleccionan a través de una convocatoria nacional abierta a
todos los escritores. Los beneficios por la venta del libro se destinan cada
año a una ONG para apoyar una causa solidaria.
Entre
los seleccionados de este año se encuentra Pedro Rojano, miembro de nuestro
grupo y al que felicitamos desde estas líneas. Se trata de un cuento de Navidad
que escribió con motivo de un viaje a Perú: “DISECCION DE UN GESTO”.
Con
los 17 cuentos seleccionados se ha editado el número 10 de la colección Miradas
de Navidad, cuyos fondos obtenidos por su comercialización están destinados a
ASPACE Zaragoza, una Fundación sin ánimo de lucro y declarada de utilidad
pública, interés ciudadano y de interés público y municipal, fundada en los
años setenta. Surge debido a la necesidad de un grupo de familias de cubrir las
carencias existentes de atención y cuidado de las personas con Parálisis
Cerebral.
Os
animamos a participar de esta buena acción navideña adquiriendo el libro, e
incluso regalándolo a vuestros amigos para celebrar las fiestas. El precio son
solo cinco euros y no tiene gastos de envío (Península y Baleares). Podéis solicitarlo
a la dirección editorial@lafraguadeltrovador.com
Seguidamente
reproducimos el cuento de nuestro compañero como aperitivo a esta venturosa
propuesta.
DISECCIÓN DE UN GESTO
Pedro Rojano
Cuando
se acerca el final de año me ahogo en cifras y presupuestos. Desesperado cruzo
el océano para buscar un gesto: una mano alzada agitándose en el aire.
Diminuta, regordeta, con churretes de chocolate relamido. Miles de manos en
aquella plaza ruidosa, pero solo una que se une a mí cruzando todo el espacio
temporal que ya nos separa, y aún está ahí; la copia de una despedida 13x18 en
brillo y sin marco.
El
Sol de enero se cuela entre las hojas de palmeras, mientras las palomas van
abriéndome un pasillo que me conduce hasta un banco donde apoyar la mochila.
Resoplo. La humedad me hiela la espalda en el contacto con el hierro y siento
unas punzadas intermitentes en mis hombros. Saco el diario y escribo.
La
plaza Mayor de de Arequipa tiene las esquinas porticadas recubiertas de una
melaza invisible. La misma que empasta la rugosidad de los sillares volcánicos
sobre los que está construida esta alegre ciudad de color hueso. «Cigarrillos,
chicles, puritos», grita con cachaza un muchacho desde su escaso metro de estatura.
De sus hombros, sujeta por una cuerda de esparto, le cuelga una caja de madera
con la mercadería. En el centro de la plaza, una fuente, coronada por un
diminuto guerrero inca que danza sobre el agua, cautiva la mirada de una
cholita con un bombín en el pelo negro del que se descuelgan dos trenzas, y un
bulto bajo una manta que parece ocultar la tristeza de una infancia silenciosa
y resignada.
Me
molesta el ruido incesante de los taxis; amarillos y ridículos, que inflaman de
humo las calles cuadriculadas de esta coqueta ciudad. Escribo en el diario todo
lo que veo, pero no es fácil, máxime cuando un limpiabotas se ha sentado a mi
lado y señala con tristeza mis Chirukas. Le miro a la cara, a sus manos, a mis
botas; no soporto que alguien limpie mis zapatos, el pudor es más fuerte que la
compasión.
Al
otro lado de la plaza unos niños corretean en círculo intentado pillar a las
palomas, mueven sus brazos como aspas arriba y abajo, arriba y abajo. Cerca de
ellos, reparo en un chándal de color rosa, estampado con una muñequita de ojos
grandes y piel blanca. Lo lleva puesto una niña con coletas negras, la cara
tostada y tan redonda como un eclipse. Tiene los labios secos, escasos, y los
limitan dos enormes cachetes que se hinchan cuando ríe. En sus manos lleva una
caja dorada que ofrece a los turistas, a pesar de que estos están más
interesados en captar la perspectiva de la catedral. Va de uno a otro como una
hoja de noviembre, y así, como sin quererlo, llega hasta mi banco. Se sienta.
—Cómprame
un bombón—vuelve a hinchar los pómulos—dos por un solcito.
Mi
escudo europeo se desmorona con su sonrisa, y ya tengo dos bombones para
después de cenar. Desinteresada se queda aquí, mi mochila entre ella y yo. Las
piernas le cuelgan, y las agita de dentro afuera. En sus manos apenas le caben
tres o cuatro soles que a veces se le caen al suelo. Los recoge con destreza
sin parar de reír.
Se
llama Lorena / yo Pedro / tiene que vender todos los bombones antes de irse a
su casa / aunque sea de madrugada / sí, va al cole, pero luego se viene aquí
con su madre y dos hermanas / …por ahí andan cazando turistas / ella les ayuda
vendiendo bombones / sí, sí que juega, pero no como otros niños / a ella le
encanta vender / todas las tardes después del cole / los sábados y domingos
todo el día / ¿los reyes magos? / No conoce a los reyes magos / por aquí nunca
vienen / debe ser por el mar, los camellos no saben nadar / ¡Cómprame otros
dos! / No, ya te he comprado / ríe.
Le
señalo un turista con cara de pánfilo y sale disparada con su caja dorada.
Volví
a la Plaza de Armas de Arequipa la noche siguiente. La iluminación eléctrica
perfilaba los contornos arquitectónicos pues el sol se había marchado con
viento fresco sin olvidar su abrigo de alpaca. Había comprado un monederito de
tela con cremallera en el que metí un billete de diez soles. Lo coloqué en una
bolsa junto a unos lápices de colores. Lorena seguía allí, con sus mofletes
hinchados y la caja dorada. Eran las once de la noche. Me acerqué a ella, le di
el regalo. «Los reyes magos dejaron en mi habitación esta bolsa para ti».
Ignorando protocolos, me alargó su caja de bombones para que la sostuviese y
sacó los regalos. Descubrió la cremallerita del monedero y tiró de ella. Miró
en el interior y me devolvió su cara con la boca como un pez. Los mofletes se
relajaron, su sonrisa enmudeció. Le besé en la mejilla y me perdí entre la
muchedumbre. Era seis de enero.
Cuando
miro hacia atrás puedo ver su mano diminuta y regordeta agitándose en el aire,
como una paloma que regresa siempre en mis días aciagos.
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