lunes, 29 de diciembre de 2014

2015

Teníamos previsto aguardar la llegada del 2015 en nuestra casa de la sierra. Recogeríamos leña para la chimenea, fabricaríamos un muñeco de nieve y nos ejercitaríamos con largas caminatas por las montañas a la salida del sol. Queríamos recibir el nuevo año en familia.
Teníamos puestas grandes esperanzas en el 2015, el año de la recuperación económica, del final de la crisis y de la felicidad aplazada. Parecía que, de golpe, en el momento justo en que las manecillas del reloj atravesaran la medianoche del 31 de diciembre de 2014, todo sería distinto.

Ya en el camino a nuestra casa, nos llamó la atención el olor a patatas cocidas. Una gente que no conocíamos, pero que parecía conocernos, nos recibieron con abrazos y nos ofrecieron carne salada y vino de tetra brick. En nuestras habitaciones, niños jugaban a esconderse; en el salón, los mayores, charlaban apretujados alrededor de la mesa, en sillas, en banquetas, en mantas extendidas por el suelo.
Me enfurecí, protesté por la invasión y los amenacé con denunciarlos si no se iban en seguida. «Esto es una propiedad privada», les grité varias veces.

Cuando se fueron comencé una actividad frenética: había que barrerlo todo, limpiarlo todo, aclararlo todo. Mis hijos preguntaron por qué los había echado. Desilusionados, me llamaron «sucio capitalista» y fueron los primeros en abandonar la casa para buscarlos. Mi mujer no dijo nada, pero se fue tras ellos.

No me di cuenta de la llegada del 2015. Me despertó el frío en el sofá del salón, la chimenea apagada y montoncitos de nieve apilados junto a la rendija de la puerta.


Fotografía: Cristina García Rodero

Punto y seguido

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