James
Salter pone en boca de uno de sus personajes la siguiente frase: «Viajar es una
tontería (…). Lo único que ves es lo que llevas dentro.» Dentro de mí, antes de
aterrizar en Guadalajara, estaban acumulados todos los tópicos: tequila y
mariachis. Y además esa especie de felicidad que me embarga cada vez que llego
a un lugar nuevo, ese deseo de tirar la maleta en la habitación y salir
corriendo. ¡Menos mal que el mundo es grande!
Lo primero que escuché, y que vino de parte de un europeo que vive en
la ciudad, fue una queja: Aquí, hay poca vida cultural. Esto contrasta con que se trata de la ciudad que alberga la mayor
Feria del Libro de Latinoamérica: la FIL. Uno, como paseante que sólo le tomará
el «aroma» a la ciudad, no puede llegar a tanto. También habría que pensar si
se trata de una comparación o es una realidad. La queja tuvo una segunda frase:
No publicitan los eventos. Eso, en cierta manera, me recordó a Málaga. Era una
queja que yo solía tener, y muchas veces daba con los eventos por pura
casualidad, porque «andaba por ahí».
Lo que salta a la vista son las fuentes (tiene doscientas), las plazas
y, ya adentro de los edificios emblemáticos, los murales. Es una ciudad paseable, con una preciosa catedral
engalanada en cada extremo de su cruz (porque tiene esa forma) por una plaza,
las cuatro diferentes. Como en muchas de estas ciudades, está compuesta de
retazos. Una manzana es colonial y en la próxima encontramos un edificio de
aspecto minimalista dedicado a las joyas, y más allá volvemos a lo colonial. Tratándose
de una gran ciudad, la segunda de México, ha terminado uniendo a ella los
pueblos cercanos: Tonalá, Tlaquepaque y Zapopan, que ahora son colonias, el
equivalente mexicano a barrio.
Aquí, como en todo México, el tequila se degusta, no se toma de un
sorbo «a lo macho» como en las
películas. Tampoco hace falta la sal o el limón o cualquier otra manifestación
cinematográfica. Hay menos mariachis que en la Plaza Garibaldi, y en los días
que estuve nadie me cantó una serenata…
El rey de los murales en Guadalajara es José
Clemente Orozco. Los hay en el Palacio de Gobierno y en el Instituto Cultural
Cabañas. La característica es la misma de todos los murales de su época: la
crítica social. Y uno se queda boquiabierto frente al tamaño y la cantidad de
personajes que aparecen en ellos. Y sobre todo frente a la paleta de ocres,
negro, grises, con toda la fuerza de la historia mexicana.
Cerca de la ciudad, camino al pueblo de
Tequila, podemos contemplar los campos de agave, planta con la que se hace la famosa
bebida. El color azul invade el paisaje, como el verde en los campos de
Andalucía. El perfume dulzón surca el aire, con la misma fuerza que la oliva,
en un paisaje que se me antoja parecido. Tras probar tequilas blancos,
reposados y añejos, y comprar alguna botella, regreso a casa. Me pregunto si
viajar ha sido una tontería, y me contesto que no, que dentro de uno no está el
universo, que siempre aprendemos algo nuevo, y que lo que llevé conmigo lo traje de vuelta: un poco de asombro, un mucho de alegría.
Andrea Vinci
Punto y Seguido
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