Imagino
ciudades y me veo en medio de los sitios que imagino. Recorro las calles, entro
en los teatros, las cafeterías, los museos. Son lugares que conozco, que he
visto cientos de veces en películas, en fotografías, pero que cuando llego a
ellos, siempre son distintos. La Plaza de Trafalgar, el Puente de Carlos, la Puerta
de Brandemburgo, lugares que conocía y
en los que me había imaginado, pero que al llegar a ellos resultaron distintos.
Quizás fuera la luz, el ruido de los coches, los transeúntes, algún olor
especial, una temperatura, o quizás la emoción del deslumbramiento, el
reconocimiento de estar allí, de ser testigo y a la vez parte inseparable de
ese lugar que visitaba. De golpe se borran todas la imágenes, las ensoñaciones
acumuladas desaparecen y solo perdura, anulando lo anterior, ese momento en que
estas y por fin el lugar te pertenece.
La
imagen que guardaba de París estaba hecha de multitud de imágenes superpuestas,
fijas o en movimiento, en color, en blanco y negro, en épocas distintas,
siempre con gente distinta: actores, escritores, filósofos, modelos, parejas en
viaje de novios. Un París siempre renovado y distinto, un París que no se agotaba,
que no terminaba nunca. Ese París desapareció de golpe en cuanto llegué, en
cuanto salí de la estación de Les Grands Boulevards camino de la rue Montmatre.
Alguien
dijo que el problema de París son sus proporciones. Todo es demasiado grande
para la escala humana, para el tamaño de un solo hombre.
En
la explanada de Trocadero la gente descansaba al borde de la fuente, se asomaba
a los petos de los jardines o se hacía fotografiar con la torre Eiffel al
fondo.
Antes
de subir las escaleras de Le Sacre Coeur un hombre tocaba con un arpa el Aleluya
de Leonard Cohen.
Yo
aspiraba a un apartamento con el techo abuhardillado, abrir la ventana y ver los tejados de París como había visto hacer
cientos de veces.
En
el Café du Commerce pedí un plato con nombre extraño que después resultaron ser
riñones flambeados.
Ante
el Baile en el Moulin de la Galette de Jean Renoir me asaltan los colores,
los recuerdos de la de veces que pasé el dedo por esa lámina en la colección de
Obras Maestras de Salvat.
Desde
la terraza de la antigua estación de Orsay, al otro lado del Sena, pienso en un decorado inmenso, una fachada que
oculta la verdadera ciudad, la que no se puede conocer. Venimos a deslumbrarnos
con ese decorado magnifico a estar donde otros estuvieron, pero eso no es
París. Intuyo que hay otra ciudad oculta y enigmática que unas veces puede
parecer amable y ociosa, y otras exasperante.
En Au
Lapin Agile, pequeño y oscuro, con láminas de Picasso, Toulouse Lautrec, un
piano, largas filas de mesas, taburetes de madera y licor de guindas de fabricación
propia, todos parecían conocer las canciones, gente mayor que reía con los
chistes que nosotros no entendíamos. Cantaban con cierta melancolía, como si
trataran de recuperar un tiempo irrecuperable.
En
la Place des Vosgues rodaban un anuncio. La chica con camisa blanca y falda
estrecha tiraba de un perro de lanas, el hombre con camisa blanca y pantalón
negro, la seguía con una botella de champan. Ella caminaba deprisa por el
centro de la calzada, se recogía el pelo, se lo soltaba, el hombre, con careta
de hombre mayor, la perseguía haciendo aspavientos mientras sacudía una botella
y dejaba caer el líquido sobre sus camisas.
Los
vigilantes de la Saint Chapelle gritaban ¡Silence! a cada momento, los turistas
no hacíamos caso y no dejábamos de protestar. Con tanto andamio era imposible
ver las cristaleras.
Nos
sentamos en una terraza de la Isla de San Luís para esperar a que se iluminaran
las farolas. Todo el paisaje de la ciudad en semipenumbra y nosotros esperando a
que cambiara otra vez, para decirnos que estuvimos justo en el momento en que
París se iluminó para nosotros.
Al
final terminamos acostumbrándonos a la enormidad de París, a la escala
excesiva. Nos acoplamos en pequeñas mesas, en bares donde la gente baila con
música de salsa y parece divertida. Pequeños momentos como aquel en la iglesia
de la Natividad de Moret sur Loing, donde los sonidos de un órgano y una flauta estuvieron a punto de derribar las paredes por la emoción más que por la humedad o
el peso de los siglos. Pequeños lugares,
momentos en los que fue posible percibir la ciudad a nuestra justa medida.
fotografías de Robert Doisneau
miguel núñez ballesteros
Punto y seguido
Fantástico París, Miguel. He estado varias veces en la ciudad que nunca se acaba, la última muy recientemente, y tus descripciones y recuerdos me han hecho volver de nuevo a ella. No me canso.
ResponderEliminargracias, isa. está claro, tienes que volver.
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