lunes, 8 de septiembre de 2014

ANA

La vi. Hacía años que no la veía. Ella, que había estado en todas las películas, series de televisión, obras de teatro, escaparates de tiendas de discos, de golpe había desaparecido. Ahora estaba allí, en la tele, en la madrugada de agosto. Transmitían la gala de entrega de los premios Ceres del Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida y Ana iba a cantar dos canciones. Siempre me alegro de verla, de saber de ella. Vi su mismo rostro de siempre, el mismo gesto al abrir la boca para cantar, la misma forma de entornar los ojos. Ahora tiene arrugas, está más delgada, pero prácticamente es la misma, la Ana de siempre. Me gusta mirarla mientras canta, mientras interpreta sus canciones. Las canciones no me gustan, me gusta su voz. Tiene una bonita voz. Cuando sacó su primer disco Tierra, allá por el setenta y pocos, Gonzalo Garcia-Pelayo dijo en su programa que ella podía cantar lo que quisiera y, si sabía elegir, llegaría a ser la mejor. No sé si Ana quería ser la mejor, pero eligió cantarlo todo, interpretarlo todo, y aunque no es la mejor, siempre es ella. En cine también pudo ser la mejor, fue la única durante mucho tiempo, la más joven, la más guapa y desinhibida, la más contestataria. Estaba en todas las películas aunque para mí, siempre le faltaba algo, algo que a mi modo de ver hacían que sus interpretaciones no resultaran perfectas. No sé si el problema era mío o de ella, el caso es que no conseguía abstraerme. Para mí siempre era Ana interpretando y por muy bien que estuviera, su personalidad se imponía al personaje, a cualquier personaje. Claro, todo esto hasta que llegó la Diana de El amor perjudica seriamente la salud (Manuel Gómez Pereira, 1996), aquí ya no era ella, Diana era tan cínica, tan arrebatadoramente tramposa, divertida y embustera, que por fin la anulaba, la sobrepasaba, se la merendaba limpiamente. Normalmente me molestaba que apareciera desnuda en la pantalla, sentía pudor cuando besaba, cuando se dejaba acariciar, pudor por ella y por mí, pero en esta peli no me importó, porque aquí no era ella. Curiosamente, su penúltima película. Después, no he vuelto a verla.
Y ahora estaba en el Teatro Romano de Mérida, en la noche de agosto, interpretando dos canciones de Sabina acompañada al piano por su hijo David. Ya no es joven, pero sigue siendo joven. Ya no levanta pasiones, ni sale en las revistas, ni está en los escaparates de las tiendas de discos −¿queda todavía alguna tienda de discos?−. El paso de los años, las experiencias, las elecciones equivocadas o no, no han dejado de mimarla, de mantener el brillo de sus ojos, sus ganas de seguir. Transmite todo eso y mucho más, al menos a mí me lo sigue transmitiendo, como aquella primera vez en que se dormía sentada delante de las cristaleras de la Biblioteca Nacional, mientras a su espalda irrumpían un grupo de policías a caballo atravesando los cristales y pasando por su lado sin apenas rozarla (1). O aquella otra en la que relataba al niño Juanito la historia de otra Ana a la que todos esperaban embelesados cada noche. Apagaban la luces, sonaban las guitarras, las maracas, los timbales y Ana hacía su aparición en mitad de la pista, el pantalón pirata, los hombros desnudos, dispuesta a bailar el bayón (2).




(1) Sonámbulos, Manuel Gutiérrez Aragón, 1978.

(2) Demonios en el jardín, Manuel Gutiérrez Aragón, 1982.



Miguel núñez ballesteros
Punto y seguido

2 comentarios:

  1. Respuestas
    1. entiendo que alguien pueda considerar ofensivo un ataque hacia sí mismo o hacia alguien que considere que está siendo atacado, pero releyendo este artículo no encuentro ni de lejos, algo que pudiera identificar con "ataque". sr/a. anónimo, ¿podría concretar qué considera ofensivo?

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