La imagen que tengo de China proviene de la de la época de los emperadores, la de los viajes de Marco Polo y la Ruta de la Seda; la de Mao y su Revolución cultural; la China con los dobles y triples tejados con los vértices curvados hacia arriba, la de las bicicletas, la de los vestidos de hilo dorado, la de los guerreros, la de las artes marciales, la de la Ciudad Prohibida y aquel último emperador pequeño retratado por Bertolucci mientras jugueteaba con una sábana de color amarillo. Sin darnos cuenta vamos llenando nuestra cabeza de una mezcla de imágenes anacrónicas que en nada conforman una idea real de lo que es la China actual. La imagen que se me ha quedado al contemplar Pekín poco tiene que ver con eso, es una ciudad moderna, de edificios modernos que han terminado por devorar los barrios antiguos de casas bajas y estrechas calles. Las avenidas son enormes pistas de varios carriles flanqueadas por edificios independientes de cristal. La vista se pierde en el horizonte brumoso, y aún entonces se intuyen rascacielos azulados por la lejanía. Pekín es una megaciudad con claros síntomas de esa globalización que ha convertido al mundo en una enorme franquicia.
Sin
embargo, para el viajero romántico aún quedan espacios donde soñar con otros
tiempos. La ciudad prohibida se eleva imperiosa en el centro de Pekín y se me
antoja que esta situación estratégica no es nada casual. Los chinos dan
muchísima importancia a la disposición de los edificios y las calles. Los muros
burdeos de la ciudad delimitan una extensión de 720.000 m2, donde se conservan
casi intactos los edificios que un día albergaron a los emperadores, su familia real y su corte
de concubinas y sirvientes.
El paseo por esta pequeña gran ciudad aún puede llevarte a revivir un poco de su pasado, pero es necesario realizar un esfuerzo y tratar de obviar a los miles y miles de visitantes que recorren sus calles y sus edificios como si de un día de feria se tratara.
El paseo por esta pequeña gran ciudad aún puede llevarte a revivir un poco de su pasado, pero es necesario realizar un esfuerzo y tratar de obviar a los miles y miles de visitantes que recorren sus calles y sus edificios como si de un día de feria se tratara.
Los
chinos son un pueblo numeroso, y después de pasar un par de días en Pekín es
algo evidente. Las calles, a pesar de su amplitud están atestadas de tráfico y de
peatones. Las paradas de metro siempre están inundadas de pasajeros (sea la
hora que sea). Los vagones viajan repletos de personas que consultan
insistentemente sus tabletas o móviles. Los mercados de comida y sus kioskos
de pinchos están abarrotados de consumidores, y para cualquier cosa
hay que hacer una cola. Los parques como el de Bei Hai, o el del Templo del
Cielo, o el Olímpico presidido por su nido de pájaro, son una explosión de vida
con gente que juega al bádminton, o al ajedrez chino, o practica tai chi
mirando al lago, o canta en un pequeño grupo de jubilados, o se detiene a
mirarlo todo. Es toda una aventura compartir la corriente y dejarse llevar .
Como siempre, interesante crónica de un fascinante viaje. En 55 segundos puedo intuir lo muchísimo que aún te queda por relatar. Debes de tener mucho material para futuras historias ;)
ResponderEliminarGracias Sr. Weiss.
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