Por Enrique Jaramillo Levi
Para Carolina Fonseca, que sabe de estas cosas pero
igual se las cuestiona a fondo tanto cuando escribe como cuando no logra
hacerlo, por las mismas razones.
Dibujo de Kafka
A menudo se ha dicho que el mundo –sobre
todo las cosas que en él ocurren a los seres humanos— es inescrutable. Lo cual
apunta al concepto de lo enigmático, aquello que por extraño o impredecible no
se puede prever. Y quien dice prever dice entender. Comprender. Es decir, el
mundo estaría más allá de nuestra capacidad de su desciframiento.
Pero
como por lo general los escritores somos más bien rebeldes y algo osados y nada
asiduos a la conformidad intelectual ante los desafíos de las situaciones
externas y los recovecos más resistentes del alma, esos que no se dejan
auscultar o que, permitiéndolo, no arrojan resultados satisfactorios, entonces
indagan, reflexionan, escriben y, en el proceso, continúan cuestionando cada
inflexión, cada matiz, cada contradicción y cada área oscura de la vida
y, de paso, de los seres humanos.
En
ese sentido, se escribe para comprender, para saber. Y aunque nunca se logre
del todo, está demostrado que una adecuada e irrepetible combinación de
intuición, experiencia vital, imaginación sin límites y un dominio escritural
expresado en cualquier lengua, es capaz de proveerle al genuino talento
artístico la capacidad de profundizar de forma singular en los misterios de al
menos algunos aspectos de la experiencia humana. Y no pocas veces el escritor
termina descubriendo y aceptando que, paradójicamente, lo profano y lo sagrado
se solapan más que contraponerse en los rituales de lo cotidiano.
Asimismo,
se le revela también la naturaleza proteica de todo lo que pasa o deja de
ocurrir, así como el carácter a menudo híbrido de sus antecedentes y sus
consecuencias. Y sobre estos descubrimientos más bien confusos no puede menos
que escribir, ya que haciéndolo logra encarnar sus búsquedas y de paso expresa
sus cuestionamientos, que no son más que maneras oblicuas de tratar de
entenderse mejor a sí mismo y, de paso, a los demás. De tal forma que, en
realidad, escribe sobre todo para negarse a la oscuridad, a la ignorancia, al
vacío existencial que, en el fondo, le es consubstancial.
Para
lograrlo con cierto grado de interés y eficiencia, a menudo opta por la ficción
–novela, cuento--, que no es más que una necesidad de contar historias y de
colocar como protagonistas de éstas a sucedáneos de seres humanos iguales o
parecidos a él (ella); es decir, mediante la creación de personajes. Seres que,
como actores en escena, representan a otros seres, para lo cual buscan ser
verosímiles alteregos semánticos, y por tanto literarios, de
personas de carne y hueso y emociones y pensamientos a tal grado creíbles que
el lector los acepte sin dudar como tales.
Se
escribe, pues, como una suerte de permanente indagación y vislumbre,
independientemente del tema elegido, del argumento, de la trama inventada para
darle a la historia una fiel semblanza de vida, de realidad creíble; como una
forma de ir poniendo en evidencia los avatares de la existencia y de la psiquis,
de la memoria y la cotidianidad que no se detiene, de la imaginación y la
vivencia externa. Se escribe para demostrar que nada humano es plano ni
esquemático, ni tampoco intrascendente aunque parezca serlo, que nada está del
todo vacío de significado. Para afirmar la inconformidad, para poner de
manifiesto la convivencia inaudita de lo frágil con lo sólido, de la cobardía
más abyecta con el heroísmo, de la desesperanza con la fe. Para dar testimonio
del amor y el odio, del egoísmo y la solidaridad, de la entrega y la renuncia,
de los celos y la solidaridad.
La
literatura no da respuestas, las busca; no resuelve, cuestiona; no puede ser
complaciente sino iconoclasta sin importar las consecuencias ni tampoco las
inconsecuencias de su a menudo anárquico proceder. Así, escribir es desnudarse,
incomodar; causar dolor mientras se da placer o viceversa.
A
un escritor auténtico inexorablemente lo habitan innumerables voces, que no
obstante terminan siendo una sola: la suya. Y esto es así porque si bien existe
gran cantidad de semejanzas y diferencias tanto en la identidad como en la
idiosincrasia de los seres humanos, la voz de cada quien, su manera de ser, es
singular y busca desesperadamente expresarse.
Sin
duda suele haber fragmentación en el ejercicio de la vida, y la literatura
tiende a recogerla y a reproducirla como una manifestación ineludible de la
soledad, del vacío, de la enajenación, de la incomunicación que siempre ha sido
parte del ser humano; pero que hoy en día aflora más que nunca pese a las enormes
ventajas de la tecnología, o tal vez precisamente a causa de ésta.
Y
acaso ocurra que cada día que pasa, cada día luminoso o adverso en que un
escritor escribe con autenticidad, sin concesiones, con irrefrenable densidad,
estemos más cerca de una inevitable fusión literaria de la más honda
introspección –con sus implícitas manifestaciones no pocas veces esquizoides y
condenadas a la alienación total— con los clásicos desplazamientos externos por
los rincones del mundo en busca de mejores horizontes, a veces como una simple
aventura, desafiando toda clase de adversidad en el camino. Y que en esa
lucha, en esa mancuerna de sincronías y disfunciones, se consagre de nueva
cuenta, como en las más antiguas sagas, como en la Ilíada y en la
Odisea, como en El Quijote, como en Cien años de
soledad, la esencia más prístina del ser humano: su encarnizada lucha
cotidiana por encontrarse, por no dejarse aplastar ni por el entorno ni por la
fuerza ominosa de su propia tendencia a la autodestrucción.
Por
eso, entre otras razones, escribimos.
Ensayo inédito de Enrique Jaramillo Levi
No hay comentarios:
Publicar un comentario