lunes, 13 de abril de 2015

¿POR QUÉ ESCRIBE UN ESCRITOR? I

Por Enrique Jaramillo Levi                                                                                                                                                            
                                                  Para Carolina Fonseca, que sabe de estas cosas pero igual se las cuestiona a fondo tanto  cuando escribe como cuando no logra hacerlo, por las mismas razones.

Dibujo de Kafka

A menudo se ha dicho que el mundo –sobre todo las cosas que en él ocurren a los seres humanos— es inescrutable. Lo cual apunta al concepto de lo enigmático, aquello que por extraño o impredecible no se puede prever. Y quien dice prever dice entender. Comprender. Es decir, el mundo estaría más allá de nuestra capacidad de su desciframiento.

Pero como por lo general los escritores somos más bien rebeldes y algo osados y nada asiduos a la conformidad intelectual ante los desafíos de las situaciones externas y los recovecos más resistentes del alma, esos que no se dejan auscultar o que, permitiéndolo, no arrojan resultados satisfactorios, entonces indagan, reflexionan, escriben y, en el proceso, continúan cuestionando cada inflexión, cada matiz, cada contradicción y cada área oscura de la vida y,  de paso, de los seres humanos.

En ese sentido, se escribe para comprender, para saber. Y aunque nunca se logre del todo, está demostrado que una adecuada e irrepetible combinación de intuición, experiencia vital, imaginación sin límites y un dominio escritural expresado en cualquier lengua, es capaz de proveerle al genuino talento artístico la capacidad de profundizar de forma singular en los misterios de al menos algunos aspectos de la experiencia humana. Y no pocas veces el escritor termina descubriendo y aceptando que, paradójicamente, lo profano y lo sagrado se solapan más que contraponerse en los rituales de lo cotidiano.

Asimismo, se le revela también la naturaleza proteica de todo lo que pasa o deja de ocurrir, así como el carácter a menudo híbrido de sus antecedentes y sus consecuencias. Y sobre estos descubrimientos más bien confusos no puede menos que escribir, ya que haciéndolo logra encarnar sus búsquedas y de paso expresa sus cuestionamientos, que no son más que maneras oblicuas de tratar de entenderse mejor a sí mismo y, de paso, a los demás. De tal forma que, en realidad, escribe sobre todo para negarse a la oscuridad, a la ignorancia, al vacío existencial que, en el fondo, le es consubstancial.

Para lograrlo con cierto grado de interés y eficiencia, a menudo opta por la ficción –novela, cuento--, que no es más que una necesidad de contar historias y de colocar como protagonistas de éstas a sucedáneos de seres humanos iguales o parecidos a él (ella); es decir, mediante la creación de personajes. Seres que, como actores en escena, representan a otros seres, para lo cual buscan ser verosímiles alteregos semánticos, y por tanto literarios, de personas de carne y hueso y emociones y pensamientos a tal grado creíbles que el lector los acepte sin dudar como tales.

Se escribe, pues, como una suerte de permanente indagación y vislumbre, independientemente del tema elegido, del argumento, de la trama inventada para darle a la historia una fiel semblanza de vida, de realidad creíble; como una forma de ir poniendo en evidencia los avatares de la existencia y de la psiquis, de la memoria y la cotidianidad que no se detiene, de la imaginación y la vivencia externa. Se escribe para demostrar que nada humano es plano ni esquemático, ni tampoco intrascendente aunque parezca serlo, que nada está del todo vacío de significado. Para afirmar la inconformidad, para poner de manifiesto la convivencia inaudita de lo frágil con lo sólido, de la cobardía más abyecta con el heroísmo, de la desesperanza con la fe. Para dar testimonio del amor y el odio, del egoísmo y la solidaridad, de la entrega y la renuncia, de los celos y la solidaridad.

La literatura no da respuestas, las busca; no resuelve, cuestiona; no puede ser complaciente sino iconoclasta sin importar las consecuencias ni tampoco las inconsecuencias de su a menudo anárquico proceder. Así, escribir es desnudarse, incomodar; causar dolor mientras se da placer o viceversa.

A un escritor auténtico inexorablemente lo habitan innumerables voces, que no obstante terminan siendo una sola: la suya. Y esto es así porque si bien existe gran cantidad de semejanzas y diferencias tanto en la identidad como en la idiosincrasia de los seres humanos, la voz de cada quien, su manera de ser, es singular y busca desesperadamente expresarse.

Sin duda suele haber fragmentación en el ejercicio de la vida, y la literatura tiende a recogerla y a reproducirla como una manifestación ineludible de la soledad, del vacío, de la enajenación, de la incomunicación que siempre ha sido parte del ser humano; pero que hoy en día aflora más que nunca pese a las enormes ventajas de la tecnología, o tal vez precisamente a causa de ésta.

Y acaso ocurra que cada día que pasa, cada día luminoso o adverso en que un escritor escribe con autenticidad, sin concesiones, con irrefrenable densidad, estemos más cerca de una inevitable fusión literaria de la más honda introspección –con sus implícitas manifestaciones no pocas veces esquizoides y condenadas a la alienación total— con los clásicos desplazamientos externos por los rincones del mundo en busca de mejores horizontes, a veces como una simple aventura, desafiando toda clase de adversidad en el camino.  Y que en esa lucha, en esa mancuerna de sincronías y disfunciones, se consagre de nueva cuenta, como en las más antiguas sagas, como en la Ilíada y en la Odisea, como en El Quijote, como en Cien años de soledad, la esencia más prístina del ser humano: su encarnizada lucha cotidiana por encontrarse, por no dejarse aplastar ni por el entorno ni por la fuerza ominosa de su propia tendencia a la autodestrucción.

Por eso, entre otras razones, escribimos.


Ensayo inédito de Enrique Jaramillo Levi



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