LA OTRA CARA DE
LA MONEDA
por Enrique Jaramillo Levi
Escribir puede entrañar una suerte de
ritual autorregulado cuando las palabras modelan ritmos y tonalidades propias
en un proceso que se despliega de forma fluida, continua, consistente, con una
gracia singular que pareciera alimentarse a sí misma, o mediante una
sostenida intensidad que sugiere absoluto control del lenguaje y de las ideas,
aunque sean estos los que en realidad vayan llevando de la mano a las
secuencias del texto en los mejores momentos de su plasmación.
Lo
contrario es cuando la creatividad avanza lentamente o a trancos porque la
inspiración, dispersa o inexistente en un momento dado, hace decrecer la
continuidad de la escritura o incluso, a ratos, se estanca haciendo al autor
perder la más elemental armonía interna y, como consecuencia, su sentido de
dirección. En este punto, doy por sentado que eso que ha dado en llamarse “inspiración”
en verdad existe, por más que no resulte fácil examinar con absoluta
verosimilitud su procedencia ni mucho menos la fiabilidad de sus constantes.
Así,
en una suerte de acto de fe, simplemente sabemos que existe no sólo porque la
sentimos actuar sino debido a que vemos sus resultados y, como un hecho
intelectual o artísticamente palpable, lo aceptamos. Es decir,
independientemente de explicaciones sicologistas o sociológicamente orientadas,
en los artistas –y todo auténtico escritor lo es— ocurre este fenómeno
misterioso o enigmático de a menudo poder gozar de fuentes imprevisibles de
afortunada incentivación que les permiten expresarse mediante determinadas
rachas o accesos inescrutables de ocurrencias creativas que, en casos extremos,
pueden lindar incluso en la genialidad.
De
ambas circunstancias está hecha la manera en que la creación literaria articula
su modo muy particular de expresarse, según el estilo y las necesidades muy
particulares de cada escritor. Hablo, por supuesto, de autores que no son
novatos: de los que ya tienen cierta experiencia creando textos literarios.
Escritores cuyo proceder les viene de un genuino talento que no se les oculta,
y cuyas metas pueden o no estar claras desde el inicio pero que siempre toman
muy en serio su irrenunciable gusto por la escritura y un impostergable deseo
de auscultar las entretelas del mundo y, sin duda, de indagarse a sí mismos.
Para
este tipo de escritor, no hay oscuridad ni territorios vedados que valgan: todo
lo cuestionan, lo transgreden, lo investigan, lo documentan, lo digieren y
terminan transformando en la materia prima de obras que podrían resultar
memorables sabiéndolas articular de forma original, diferente, llámense
novelas, cuentos, obras teatrales, poemas o ensayos. La experiencia más nimia,
la más trivial, la más efímera o la más mundana o vulgar puede saltar de su
opacidad, de su aparente intrascendencia, para formar parte de un todo más
integrado, más completo, menos invisible para el común de las gentes: para
convertirse en vivencia encarnada, hálito vital que trasciende su anterior
invisibilidad coyuntural hasta crecerse haciéndose fuerte como parte
significativa de la vida.
Pero
resulta que también ocurren períodos, largos o cortos, a veces permanentes, en
los que el escritor se topa con una estrujante esterilidad literaria que lo
mantiene seco, inhóspito consigo mismo y con la vida, de tal manera que le
resulta imposible producir. En tales circunstancias, carente de creatividad, no
hay manera de irrigar el páramo de esa sequía, y lo invade una frustrante
sensación de desasosiego y a veces de rabia. Ocurre entonces que o no escribe
en absoluto, o lo que escribe es malo, torpe, repetitivo y peligrosamente
inapetente, y lo sabe. Y como consecuencia nace una inclinación a la inercia o,
peor todavía, un deseo abierto o solapado hacia la autodestrucción.
También
sucede la variante de que quien escribe con cierta asiduidad, satisfecho o no
de su producción literaria, siendo una persona responsable y por tanto muy
exigente consigo mismo, en algún momento se pregunta qué sentido tiene hacerlo.
Se lo pregunta genuinamente, dudando del sentido profundo de escribir, llegando
incluso no pocas veces a restarle valor, sentido. En tales casos, no es
infrecuente que lo que produce le parezca de poco o nulo valor. Y esa sensación
de creciente incertidumbre puede llegar a convertirse en un auténtico fastidio
existencial que frena toda creatividad y drena sus reservas espirituales hasta
límites francamente castrantes.
Obra de Mónica Goldstein
Se
trata, pues, en un caso u otro, de la otra cara de la moneda; esa en que no
sólo no hay fluidez literaria alguna como parte de un proceso nulo de
creatividad en marcha, sino que la escritura misma, al no producirse ya,
termina muriendo en su cuna. O incluso antes, en el alma misma del creador, al
no poder ser fecundada por su ya desfalleciente deseo de superación, por la pérdida
total de su identidad de escritor.
Muchos
son los creadores que, en tales circunstancias, se dan por vencidos, dejan por
completo de escribir y, a veces, hasta pueden terminar suicidándose. Y es que
en ellos vida y creación literaria no pueden separarse: son una misma honda,
sinuosa vivencia. Una vivencia tan entrañable y única e intransferible que, al
anularse el entusiasmo y la fecundidad, ya no tiene razón de existir.
Panamá,
22 de marzo de 2015
Enrique Jaramillo Levi (Colón, Panamá, 1944)
cuentista, poeta, ensayista, profesor universitario, editor y promotor cultural panameño, autor de más de 50 libros.
Fundó la revista «Maga» y el Diplomado en Creación Literaria de la UTP. En
el 2005 gana el premio Ricardo Miró como cuentista.
Es Licenciado en Filosofía y Letras con especialización en Inglés y
Profesor de Segunda Enseñanza por la Universidad
de Panamá. Tiene además Maestrías en Creación Literaria y en Letras
Hispanoamericanas por la Universidad de
Iowa. En 1971 obtuvo la Beca Centroamericana de Literatura del Centro Mexicano de Escritores para
estudiar en el taller literario supervisado por Juan Rulfo, Salvador Elizondo y Francisco Monteverde en la ciudad de México.
Ha ejercido la docencia universitaria en México, Estados Unidos y
Panamá, y de 1987 a 1988 fue investigador literario en los Estados Unidos en el
"Nettie Lee Benson Latin American Collection" de la Biblioteca de la Universidad de Texas, en Austin.
Ensayo inédito de Enrique Jaramillo Levi
me parece muy acertada tu descripción del proceso de escritura aunque creo no estar de acuerdo con que el preguntarse continuamente sobre el valor o sentido de lo que se escribe sea la otra cara de la esterilidad creativa. es cierto que una constante autoexigencia o infravaloración de lo que escribimos nos pueda llevar a no escribir, pero también pudiera ocurrir lo contrario, que esa continua indagación contribuya a modificar pautas acomodaticias, asumir riesgos que habíamos eludido o simplemente en los que no habíamos reparado, alterar rutinas, temáticas, ..., incitarnos a seguir y a cambiar, y esto, para mí, no es compatible con la apatía.
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