De pequeño me fascinaba contemplar
el mar, por eso no me pareció tan malo que la empresa de mi padre nos
trasladara. Puerta Oscura fue mi primer hogar en Málaga. Mis padres, mis
hermanas y yo llegamos una noche de Julio de 1985. Veníamos deseosos de ver la Costa del Sol, pero las primeras imágenes del centro de la
ciudad fueron oscuras; callejones salpicados de sombras mitigando el calor. Las
fachadas dejaban al descubierto desconchones por los que asomaban sin pudor viejos
muros de ladrillos. Por entonces, mi cara era un hervidero de acné y, aunque yo
trataba de camuflar las pústulas, lo cierto es que no había forma de ocultar,
al igual que aquellas casas, el inevitable cambio que se avecinaba. Al llegar a
la Plaza de la Merced, deseoso de elevarnos el ánimo, mi padre nos dijo que en
una de aquellas casas había nacido Picasso, pero lo único que acerté a ver bajo
los olmos enfermos de aquella plaza fueron sombras de yonquis. Al enfilar la
cuesta de Mundo Nuevo, mi madre desgranaba la letra de Concha Piquer: «La niña de Puerta Oscura, se vio de cara con
él, los ojos de calentura, la boca como un clavel, adonde vas niña hermosa,
adonde vas por ahí.»
A mitad de la década de los ochenta,
además de la playa, las suecas y los pescadores del puerto, para mí Málaga no
era más que un Mundo Nuevo en Puerta Oscura. Mis dieciséis años se
identificaban con el contexto, y yo comenzaba a notar cambios en mi organismo
que me avergonzaban. La pelusa de la barba había comenzado a disfrazarme de
viejo y los granos tenían tomado el control del rostro que veía en el espejo
antes de salir para el Cánovas del Castillo. Por primera vez pisaba un
instituto y compartía clase con chicas, y aquello fue aún peor, pues me cohibían
sus miradas y sus risas, sus voces agudas y sus juegos. Yo no estaba
acostumbrado y tuve que poner manos a la obra para asumir los cambios si no
quería ahogarme en ellos.
A la ciudad le ocurría como a mí. Se
iniciaban obras de reconstrucción del centro histórico y las viejas casas dejaron paso a
solares y posteriormente a renovados edificios que se poblaron de oficinas y pequeños
comercios. Las calles fueron recuperando la luz y poco a poco, al igual que yo,
fue creciendo y convirtiéndose en mayor de edad. Con la restauración del Teatro
Cervantes, la recuperación del teatro
Romano de la calle Alcazabilla (previa demolición de la Casa de la Cultura) y
la remodelación (creo que más de siete veces) de la Plaza de la Merced, mi
barrio se convirtió en lugar de referencia del centro histórico, y la calle
Mundo Nuevo que había dejado de ser nueva, vio como demolían sus casas matas
del lateral derecho de la calzada y la alfombraban con un nuevo adoquinado que
conducía al túnel del Puerta Oscura, por donde yo cruzaba para ver el mar.
La ciudad me vio crecer al igual que
yo a ella. Asistí a su modernización con los nuevos centros comerciales en los
días en que comenzaba a pandillear por Pedregalejo, la apertura de la Casa
natal de Picasso en mis correrías universitarias, la peatonalización del
centro, el Museo Picasso, el Thyssen, el nuevo Paseo Marítimo, el Muelle uno,
el Museo Ruso, el Pompidou…
Siempre he pensado que a pesar de todo
lo que ha ganado la ciudad, lo que me sigue fascinando es el mar: protagonista
absoluto e indiferente a los cambios. De un azul turquesa en días soleados y
verdoso cuando el viento agita.
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