De niña pensaba que los diccionarios eran como casas en
las que vivían las palabras, de manera ordenada y decente, a donde podías ir a
buscarlas si tenías algo que preguntarles. Me recuerdo desde siempre
consultando el diccionario, ya fuera el Diccionario
Escolar de Sopena, que compartía con todos mis hermanos, o la Enciclopedia Espasa , aquel
inmenso tren de palabras encuadernado en azul y oro que trajo mi padre un día,
a la vuelta del trabajo (siempre he pensado que las enciclopedias no eran más
que diccionarios a lo bestia, que admitían entre sus páginas también a los
nombres propios). Desde aquella época he ido acumulando diccionarios en los
estantes de mis librerías con ocasión de cumpleaños, navidades o viajes (si
alguien me pregunta qué quiero que me regale, lo más probable es que le pida un diccionario).
También he recuperado alguno de los de casa de mis padres, como el Diccionario de Sinónimos, antónimos e ideas
afines de Sopena, rotulado en la primera página con el nombre de una de mis
hermanas, pero cuya propiedad me gané a pulso a base de uso y disfrute, o el de
Latín, que ha pasado por siete pares de manos antes de volver a las mías. El de
María Moliner llegó a mí un día de
Reyes, fue en lo que gasté el dinero que me dieron mis tías la Navidad de hace una
década. La primera vez que viajé a Oporto, compré en la Librería Lello (sí, la de las
escaleras que sirvieron de inspiración para las de el Hogwarts de Harry Potter,
la librería que Vila-Matas denominó la más bonita del mundo) un Dicionário Portugués-Espanhol (acordo
ortográfico, o antes o depois) con el que poco a poco voy traduciendo del
portugués (sin conocerlo, un poco a tientas), las crónicas del Cuarto Livro de Crónicas de Lobo Antunes. El Diccionario de la lengua española (el de la RAE ) llegó a mi casa el 8 de
diciembre de 1992, la vigésima primera edición para mi trigésimo aniversario.
Es un tomo imposible, de un peso excesivo a pesar de la delgadez de sus hojas.
Lo hemos usado mucho (para pasar tardes de lluvia jugando con las palabras, para
despejar dudas, para dirimir desacuerdos, para refrendar opiniones y también
sancionarlas, para convencernos o disuadirnos unos a otros de ideas y errores,
para contradecirnos, para argumentar; ha sido juez inapelable: habló Blas,
punto redondo). Con internet en teléfonos y tablets, lo hemos dejado que repose
en su estante y ahora consultamos su versión cibernética, la vigésimo segunda.
Este mes de octubre ha salido una versión nueva, trece
años después de la anterior. Recomienda la Academia que se nombre vigésimotercera, en una
palabra mejor que en dos (hay que ver como cambia lo correcto y lo incorrecto
en la lengua). Como poco a poco van a ir actualizando el contenido de la
versión en internet, no creo que pida que me lo regalen, más teniendo en cuenta
los 99 € que cuesta (por otro lado, sería como una traición a mi gordo y viejo
tomo del 92). Esta nueva edición tiene 93.111 artículos o entradas y 195.439
acepciones. En total se han introducido en estos trece años de trabajo de los
académicos, 140.000 enmiendas. Leo que J.M.Blecua, el director de la Real Academia Española, ha
dicho que se ha tenido “especial cuidado en evitar el posible carácter machista
de algunas definiciones. Se han revisado todos los artículos en los que aparece
la voz mujer y se ha procurado que no hubiera elementos muy graves que fuera de
denuncia inmediata”. También que “se han revisado con lupa las profesiones,
para que conste el masculino y el femenino siempre que haya posibilidad de que
una mujer las desempeñe” (no termino de entender lo que quiere decir: si es que
no se han revisado las entradas que contengan la voz hombre, si es que han
dejado estar las entradas que tuvieran elementos menos graves que no fueran a
tener denuncia inmediata, si han encontrado alguna profesión que no pueda
ejercer una mujer, más allá de cura y gigoló). Dicen las feministas que estos
gestos son importantes porque el lenguaje construye pensamiento. Yo me
considero feminista (bueno, tras consultar la entrada “feminismo” de la
vigésimotercera edición del Diccionario empiezo a dudar de mi militancia, se me queda corta la definición) y
desearía que estos gestos encerrados en un diccionario sirvieran para algo,
pero no estoy muy segura. Tengo la impresión de que lo que persiguen los
académicos es evitar jaleos y polémicas, protestas de asociaciones y otras
cosas por el estilo, pero que el léxico sigue mostrando el comportamiento de los
hablantes, por muchas capas de barniz que se les dé. Dice Blecua: “Yo suelo
decir que el Diccionario tiene que ser científicamente correcto y, si es
posible, políticamente correcto, pero solo si es posible”. (Tú ves, esto ya lo
entiendo mejor y me parece más sincero).
El Diccionario debería, en mi opinión, ser riguroso con el uso real que se hace
de las palabras y no moverse entre las dos aguas de la corrección política y la
verdad del uso del idioma. Para las transformaciones reales, me parece que
queda mucha tela que cortar.
En la reciente edición se mantienen tres entradas, “culamen”,
“muslamen” y “pechamen”, con las siguientes acepciones:
Culamen (vulg.): Culo (nalgas).
Muslamen (coloq.): Muslos de una persona, especialmente
los de mujer.
Pechamen (vulg.): Busto de la mujer, especialmente cuando
es muy voluminoso.
A primera vista hay una especie de intento de atenuación,
un miedo a la atribución de los tres términos, claramente cargados de
connotación sexual, de manera plena a
las mujeres. El culamen va sin género, el muslamen es un poco más femenino y el
pechamen ya no hay quien defienda que no es de las mujeres, sin remedio. Me
parece que ha primado la corrección política sobre el rigor; a lo mejor me
equivoco y hay quien le piropea el muslamen a su chorbo, todo puede ser. El
caso es que todas las modificaciones que afectan a colectivos como mujeres,
homosexuales y lesbianas están ya incorporadas a internet, no así otras menos
“calientes”. Al término “femenino” le han sacado la acepción de débil o endeble
y a “masculino” la de varonil y enérgico.(¿Debería quedarme más tranquila?). También
he consultado las nuevas acepciones que intentan dignificar a otros colectivos
y las eliminaciones que tienen el mismo propósito. Así a “maricón” le han quitado lo de sodomita y
lo han dejado en “insulto grosero”; aparecerá una entrada para “homófobo” y las
“mariconadas” tendrán una nueva definición. Me pregunto si habrán incluído términos
como “panchitos” y “sudacas” de tanto uso (mal uso, abuso) en los últimos años
(tendré que consultarlo aunque puede que pronto sean arcaísmos en desuso, con esta
crisis que nos está vaciando el país). “Judiada” va a seguir apareciendo,
aunque ya esté vacía de contenido en el habla cotidiana (¿quién va haciendo
judiadas en estos tiempos? Ahora se gastan putadas y cabronadas y supongo que
el genio del idioma seguirá inventando menosprecios a diferentes sectores
sociales). No estaría mal que, ya que la han mantenido, la llenáramos con una
nueva acepción, una judiada como comida a base de judías (blancas o pintas, con
chorizo o con panceta) que recuperara las legumbres en nuestra alimentación y
en nuestras costumbres.
La gente habla y el diccionario toma nota (mucho tiempo
después). En esta nueva versión se han incorporado muchos términos, sobre todo
relacionados con los cambios tecnológicos y los cambios sociales que éstos han
impuesto. Así se han incorporado chat, wifi, teletrabajo, blogs y blogueros,
intranet, hacker, dron, tuit, tuitear, tuitero… Me sorprende el anuncio de
incorporación de términos que me parecen antiguos en el uso popular: “margarita”
como cóctel, “plomizo” como pesado, “secuela” y “precuela” como segundas partes
o antecedentes de libros y películas, “patalear” como quejarse y protestar,
especialmente cuando es inútil (el derecho al pataleo de toda la vida), la “positividad”
como cualidad de positivo (¿qué nos llevan recomendando los psicólogos y el Muy
interesante desde hace años, entonces?), el “cameo” en las películas, las “birras”
y los “burka”, las “audioguías” y el “tuneado”, la “amniocentésis”, el “anisakis”,
las “antiarrugas” y el “bótox”. Algún término me ha dado un poco de miedo, como
“cíborg”: ser formado por materia viva y dispositivos electrónicos (¿eso existe
fuera de la ciencia-ficción?). Hay términos extranjeros que hace mucho que
usamos, como “affair” o “impass”, pero que sólo ahora vamos a hacerlo conforme
a la norma y así tal cual, sin españolizar. Hay otro, muy castizo, “gaita” dentro
de la frase “déjate de gaitas” que ahora es refrendado por la Academia ( justo cuando
ya casi nadie lo utiliza).
También reconoce el diccionario algunas acepciones de uso
en otros países, americanismos que no me importaría incorporar a mi léxico: la”bicicletería”
de varios países y que me parece producto de la creatividad de un niño, el “cajonear”
para la artimaña de retardar el trámite de un asunto o expediente o la “basurita”
para referirse a la mota de polvo u otro material que se te mete en el ojo (me
ha hecho recordar a la carbonilla que nos quitaban con la punta de un pañuelo,
aún cuando no hubiéramos viajado en tren de vapor, y que ya se ha perdido de
nuestro vocabulario).
También aparecen verbos nuevos como “empoderar”, que en
otro tiempo significó apoderar, que perdió ese significado y ha renacido en el
diccionario con una nueva definición: hacer poderoso o fuerte a un individuo o
grupo social desfavorecido (¿llegará un momento en que su uso no sea solo
potencial?) o “externalizar”. Aún no aparece la definición de esta última
entrada en internet, pero es curiosa la que da el Diccionario de “externalidad”
como perjuicio o beneficio experimentado por un individuo o una empresa a causa
de acciones ejecutadas por otras empresas o entidades (me temo que por ahí van
a ir los tiros y también me temo cómo va a ser el reparto de perjuicios y
beneficios).
Para terminar citaré dos términos que me gusta que
aparezcan en el nuevo Diccionario de la Lengua Española : “Serendipia”
cuyo origen está en el nombre de un país de fábula, Serendipia, y que se
refiere a un hallazgo valioso que se produce de manera casual ; “Tsunami”, ola
gigantesca producida por un maremoto o una erupción volcánica en el fondo del
mar, palabra japonesa compuesta de “tsu”(puerto) y “nami”(olas) que ha entrado también
en nuestro renovado Diccionario de la
RAE.
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