La noche de su cincuenta y nueve cumpleaños,
Peter Pan soñó con Wendy. Ella estaba igual que la recordaba, pálida y
delgaducha, pasada de flurazepam y con un garfio de plata sujetándose la cola
del vestido. Peter la invitó a salir a la pista mientras una multitud de
niñatos vociferaban VOLARÁS, VOLARÁS, con los puños en alto. «No debimos
volver», fue lo único que dijo antes de recorrer el techo de la carpa y
desaparecer por uno de los palcos.
Por la mañana, Peter Pan no recordaba su
sueño. Se duchó, se afeitó, se vistió con su traje verde, sus botas verdes gastadas
y su ridícula gorra de fieltro verde. Al entrar en la cocina, Campanilla gritó:
«¡Sorpresa!». Se encendieron las luces del horno, de la tostadora, de la Pixie
Dark de Nespresso un placer en cada taza y, por un momento, todo le pareció
lejano e inútil, como si de golpe, sus 59 años, hubieran caído sobre su cabeza
como 59 pesadas mandíbulas de cocodrilo.
Tomó su
desayuno y permitió a Campanilla montar el cofre de alubias que aquella misma
tarde, una vez más, un batallón de niñatos furibundos transformaría en monedas
de oro.
—No
debimos volver —repitió tirado en el suelo de la novena planta del edificio
Nunca Jamás, mientras Campanilla avisaba a una ambulancia.
Fotografía: William Eggleston
Miguel núñez ballesteros
Punto y seguido
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