lunes, 30 de marzo de 2015

LA MIGALA

La contraportada de Confabulario, colección de relatos de J. J. Arreola (RBA libros, colección Narrativas, 2010) recoge una cita de Borges en la que afirma que si lo obligaran a cifrar a Juan José Arreola en una sola palabra que no fuera su propio nombre, esa palabra, seguro, seria libertad. Esto es precisamente lo primero que me ha llamado la atención de estos relatos, la idea de libertad, la sensación de que fueron escritos sin seguir unas pautas establecidas, los habituales mecanismos de planteamiento/nudo/desenlace, como si cada relato inventara una manera distinta de escribirse, de llevarnos a un terreno desconocido sin que tengamos ni idea de cómo saldremos de allí. Estos relatos parecen surgidos espontáneamente sobre las páginas del libro en el momento de ser impresas, a golpes de unos pocos momentos de iluminación. Y digo parece, porque solo lo parece, ya que en realidad J. J. Arreola trabajó en ellos durante años, incluso después de publicados, fueron retocados, aumentados o sustituidos durante once años más. Según esto esa apariencia de levedad, fluidez, espontaneidad, encantamiento, no es otra que la consecuencia un trabajo exhaustivo y hasta obsesivo, y nuestra percepción de libertad, el resultado de ese esfuerzo.


De entre los relatos de esta colección, con joyas como El rinoceronte, El guardagujas, Una mujer amaestrada, El faro, ..., he elegido La migala. Como la mayoría, este es un texto corto e intenso, que se puede leer de corrido sin dificultad aparente, pero que una vez terminado de leer deja un poso de insatisfacción y desconcierto que solo podemos paliar con una nueva lectura. Siempre parece que nos dejamos algo atrás, alguna palabra que se nos escapa, algún detalle que puede proporcionarnos una nueva pista o sugerirnos otra posibilidad. Así, con cada lectura, pasamos de una primera impresión de extrañeza, de preguntarnos ¿qué está ocurriendo aquí?, a la idea de infierno asumido por el protagonista ante la imposibilidad de vivir, del horror ante la muerte a ese otro horror, aún más terrorífico, de seguir vivo.




La migala
de Juan José Arreola

La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.
     El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.
     Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres.
     La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.
     Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona.
     Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles. 
     Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.
     Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.

     Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba con Beatriz y con su compañía imposible.


Fotografia: Jeff Wall



Miguel núñez ballesteros
Punto y seguido

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