Hasta Birdman, todas las
películas de Alejandro González Iñárritu, salvo Amores perros, siempre me han parecido excesivas en cuanto a su explícito y en ocasiones insoportable deseo de
trascendencia. No es que este deseo por sí mismo tenga que ser un elemento
negativo para la propia película, para las películas en general, pero, en el
caso de Iñárritu, esta elección le lleva a optar por temáticas supuestamente
comprometidas: compromiso social, Biutiful,
Babel; compromiso espiritual, 21
gramos, Babel; compromiso
familiar, Biutiful, Babel; compromiso
personal, 21 gramos, Biutiful, Babel.
Películas, todas ellas, donde la sobrecarga de temas comprometidos y los
extremos de tremendismo a los que son llevados, las hacen pesadas,
sobrecargadas, tediosas y hasta ─¡oh, cielos!─ intrascendentes.
Las películas de Alejandro González Iñárritu con guiones de Guillermo Arriaga, salvo Amores perros, siempre pecan de un exceso de rebuscamiento formal en el desarrollo de sus tramas. Por una parte, posee un cierto atractivo esa forma aparentemente distinta de contar las historias, donde solo hasta el final conseguimos descifrar el significado último de tanto retorcimiento, pero llegados a ese momento de "ah claro, era esto", se nos plantea la cuestión de si hacía falta tanto rebuscamiento para contarnos algo en apariencia no demasiado complicado más que por el deseo de mostrar una apabullante exhibición de recursos narrativos.
Las películas de Alejandro González Iñárritu con guiones de Guillermo Arriaga, salvo Amores perros, siempre pecan de un exceso de rebuscamiento formal en el desarrollo de sus tramas. Por una parte, posee un cierto atractivo esa forma aparentemente distinta de contar las historias, donde solo hasta el final conseguimos descifrar el significado último de tanto retorcimiento, pero llegados a ese momento de "ah claro, era esto", se nos plantea la cuestión de si hacía falta tanto rebuscamiento para contarnos algo en apariencia no demasiado complicado más que por el deseo de mostrar una apabullante exhibición de recursos narrativos.
Hasta Birdman, las
películas de Alejandro González Iñárritu, incluida Amores perros, como consecuencia de los dos aspectos anteriores,
siempre quieren ser modernas. Entendiendo esta actitud en un afán de epatar al
espectador, de sacudirle, no solo con temática y trama, sino con imágenes
siempre impactantes, siempre originales, siempre rompedoras. Iñárritu no se
limita a contarnos la historia, sino que todo el envoltorio de esa historia
tiene que ser nuevo, distinto, lo nunca visto y, a veces, ese afán lo lleva a
caer en lo ridículo, véase el infumable episodio japonés de Babel.
Y
en estas nos llega Birdman, la más moderna, la más rompedora, la más
alambicada, con todo lo mejor y parte de lo peor de Iñarritu, pero con un
elemento que la hace distinta a todas sus anteriores películas y, salvo Amores perros, las supera. Aquí, su
deseo de trascendencia queda oculto tras los ropajes de la comedia, lo que le
confiere un intento de trascendencia aún mayor pues ese aparente no tomarse en
serio aligera el peso de su obra y hace que el espectador la asimile con una
sonrisa, le cale más profundamente y se identifique con ella. Sus aires de
modernidad y su deseo de epatar se manifiestan en su capricho, a todas luces
tramposo, de rodar en un plano único imposible, porque no es único ni es uno,
solo trata de que lo parezca, pero que le queda muy bien a la historia ya que estamos
en un teatro, entre bambalinas, y en el teatro, ya se sabe, todo ocurre por
primera y única vez. En Birdman, los retorcimientos del guion no se reducen a
las antiguas rupturas de la historia de sus anteriores películas, a saltos en
el tiempo y en el espacio, a ese "Oh,
claro, era eso", que siempre acompañaba a sus resoluciones, aquí,
todos los elementos se van exponiendo y superponiendo unos a otros, mientras la
historia avanza, sin que notemos la gradual sobrecarga de historias, de
detalles, de críticas, de trascendencias, hasta llevarnos a ese final imposible
y, tal vez, feliz, que por una parte es una rendición a lo irracional, a la fantasía,
al "the show must go on",
pero también un redimirse, un resurgir de las propias cenizas y elevarse.
En
Birdman, Iñarritu se presenta a sí
mismo desdoblado en Keaton, quien a su vez se desdobla en Riggan Thomson y
Birdman, antiguo superhéroe que él mismo interpretó con éxito en el cine hace
miles de años. Los cuatro luchan por sobrevivir y por recuperar sus antiguos éxitos:
dudas, envidias, problemas domésticos, el actor principal sufre un accidente,
prepárate: la critica te va a destrozar, ex mujer/hija/amante, ese pajarraco,
Birdman, siempre recordándole que se equivoca y ese texto imposible De qué hablamos cuando hablamos de amor,
¡Pero a quien coño se le ha ocurrido elegir ese texto! y además de ¡¡¡Raymond Carver!!!.
Iñárritu se ríe de sí mismo, con Keaton y su pájaro Birdman, a través de ese
Rigan Thomson, perfecto alter ego de los dos y nosotros percibimos su risa y también
nos reímos con ellos, y soñamos. Soñamos que se pueden contar historias
tremendas desde el humor y la fantasía −¿Qué opinaría nuestro amado y
deprimente Carver sobre esto?−, soñamos igual que Iñárritu, desde Amores perros, siempre soñó con su
Oscar, −¿Es negativo para su cine soñar con un oscar?−, igual que Rigan Thomson
sueña con un nuevo reconocimiento, una última oportunidad y Michael Keaton sueña
con el tiempo detenido para no envejecer y morir, para que todos volvamos a
verlo volar como Batman, digo, como Birdman.
Miguel núñez ballesteros
Punto y seguido
Joder, y encima se ríe como el Joker el tipo este.
ResponderEliminarA propósito, es una película genial.
ResponderEliminar