Se miraban, no
decían palabras. La expresión de los ojos les bastaba para comprender el
significado de cada gesto: sus apetencias, sus miedos, sus aflicciones. Una
rápida ojeada y todo quedaba dicho.
Tras una acalorada discusión de
miradas encendidas, él se marchó una tarde dando un portazo. Ella se lavó el
cabello, se vistió de amarillo y se maquilló los párpados con reflejos de oro.
Cuando él volvió al cabo de unas horas traía
puestas unas gafas oscuras.
En la cocina, sentados uno frente al otro ante sus respectivos platos
de musaca, ella le habló sin palabras, como siempre había hecho. Utilizó
expresiones amables tratando de restar importancia a los motivos de su disputa,
aunque no consiguió arrancarle un comentario, una súplica o una respuesta.
Al final, cuando todo quedó dicho, él se quitó las gafas y dejó al
descubierto las cuencas vacías de sus ojos. Ella lo miró confundida, tratando
de entender lo que él ya nunca iba a poder
decirle. Se levantó, apagó la luz y no le dirigió la palabra en toda la cena.
Fotografía de Eva Rubinstein
miguel núñez ballesteros
Punto y Seguido
Exquisitamente precioso.
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